YO Y EL CHICO QUE TUVO SEXO EN EL CAMPO DEL PUEBLO A LAS AFUERAS
Me gusta el pueblo, le tengo mucho cariño, pero no sé si tanto como para llevar casi un mes allí, la estancia más larga de mis veinte años. Normalmente acudo en Navidades, a pasar Nochebuena o Nochevieja con la abuela Piedad y mis tíos y primos paternos; algún puente para que mi madre visite a su hermana; y una semana de agosto, la de fiestas, a desfasar y emborracharme con los de la Peña. Y ya. Y siempre resulta entretenido: hay gente en las casas, hay ambiente en la calle. Pero ahora, pasadas la festividad del Santo, marchados los hijos de los emigrantes, marchados mis primos a sus verdaderas vacaciones de verano o a preparar exámenes, solo quedaba yo y algún otro despistado. De mi edad, claro. Viejos sobraban. Y con el tiempo solo quedaría yo de veinte años, porque íbamos a aguantar aún más días: mi madre había decidido cambiar el baño y la cocina, acristalar la terraza, pintar por primera vez en décadas y construirse un armario empotrado en el dormitorio principal. Hasta finales no acabaría la obra.
Con eso
ya rondaba el mes y ya rondaba el mes sin follar. En todas esas semanas, en
todo el pueblo, a ningún tío parecían gustarles las pollas. Y a los que sí, a
los que me encontraba o entraban por grinder, todos eran perfiles sin foto o
decapitados sin intención de enviar nada por discreción, o tíos de 50 que parecían
señores de 60. Gays de provincias, no de
Madrid. O sea, no habían pisado un gimnasio.
Pensé que
acabaría con mi sequía Aitor, que me podría follar, que me follaría a Aitor: un
chico de Getxo con el que había tenido algo más de una noche, más de un verano,
en alguna calleja tras una tapia,
excitados. Qué bien chupaba Aitor. Pero se había echado novio y, además,
fidelidad. Intenté que cayera, jugué con él, lo sobé, le comí la oreja, casi le
pajeo un tarde en la cochera de la peña, mejor dicho, casi abuso de él. Pero
nada. Que fiel. Que si estaba como un burro, que si me la metía con gusto, pero
que lo hacía a pelo con su chico y que no quería arriesgarse. No quiso entender
el funcionamiento del condón ni de la mano. Así que nada. Un mes sin follar,
sin comerme una polla ni un culo, sin oler unos huevos, sin una lengua
enrollándose con la mía, sin mezclar mi sudor y mi aliento con otro, sin
derramar saliva y lefa en la boca de nadie. Desde que me lié con un tío por
primera vez a los 16 no había pasado tanto tiempo sin ni siquiera un magreo.
Me
cascaba tres pajas diarias de aburrimiento y desesperación por esas fechas cuando
me entró un mensaje al grindr. De un decapitado, de un tío sin foto de cara,
pero sí de cuerpo. Y el cuerpo merecía no obsesionarse con lo de ocultar su
rostro. No despreciarlo por eso. Contaba con otros alicientes para conversar
con él: carecía de abdominal, pectoral o bíceps trabajado con máquinas, pero mostraba
el abdominal, el pectoral y el bíceps en bruto, algo pulido, prometedor, de
quien trabaja activamente, de quien levanta peso como oficio, de quién trasiega
como profesión: brazo ancho, pectoral firme, oblicuos naturales y abdomen contenido.
Y con vello en el pecho, con vellos en torno al ombligo, con vello sembrado
hacia su polla. Solo se veía eso.
Suficiente para responder a su
saludo. Sin esperanza, claro. Consciente de que como muchos maricas de pueblo,
prometería quedar enseguida para encontrar una excusa al segundo que lo
impidiera.
-Hola
-Qué
tal
Se
llamaba Pablo. 36 años. Vivía en uno de los pueblos cercanos. A 8 kilómetros
según Google Maps y a 10 según las señales de la carretera. Acaba de venir de
pasar unos días por Asturias y Cantabria. Trabajaba con las vacas de su padre y
además tenían una carnicería. No quería marear, estaba caliente y mandó pronto
foto de cara: barba poblada, el crecimiento del pelo casi le comía la frente,
ojos de travieso y las paletas separadas por un pequeño hueco. Además, me envió
de su polla. Pollón. No podía desperdiciar esa oportunidad. Le propuse quedar.
Podía acercarme a su casa. Media hora en bici, el único transporte del que
disponía. No quiso. Discreción. Prefería quedar a las afueras de su pueblo, Y
me propuso un lugar, no lejos de una ermita, no muy lejos de una charca,
siguiendo un camino, tomando otro, la zona más tupida de ese llano sin árboles
en el que vivíamos, una parte con abundante jara y encina, fácil para
camuflarse… Que acercándose septiembre y a punto de dar las cinco no habría
nadie por allí.
-Me
envías la ubicación por el móvil y ya me orienta el móvil
-Ok.
¿Sales ya?
-Voy en
bici, tardo más que tú, tengo que salir ya.
-Ya. Yo
voy a llegar antes.
-Sí.
-Me da
morbo llegar y esperarte con los pantalones bajados y tocándome, para que nada
más que llegues, me empieces a mamar.´
Cumplí.
Llegué. Bajé de la bici. Le saludé, me saludó. Me arrodillé. Le agarré el rabo
y se lo chupe. Durante un buen rato, con gula, con vicio, con ganas. Le lamía
el tallo venoso de su verga, le chupeteaba los huevos peludos, le lamía la
punta del capullo, le repasaba los bordes de su glande, me lo tragaba hasta las
arcadas. Y respiraba con fuerza para no perder el aroma de tío, de cojones sudados
y pinga babosilla que habían criado los bajos de aquel macho. Tan a lo mío me
dedicaba, que no me percaté de que trataba de apartarme. Levante la vista de su
cipote hacia su cara con expresión taurina: de alegría y expectativa, la del público
que entiende que tras las banderillas y los pases, el torero por fin va a
entrar a matar. Yo esperaba que entrara en mi culo o que me dejara entrar en el
suyo. Pero no.
-Me
estoy meando. Tengo que mear.
Me
salio del alma. Del alma sucia y guarra. Y sin pensar, como siempre que se
acierta.
-Méame
encima.
Me
quité la camiseta, me aparté un poco de él y me sentí un matador a puerta
gayola; como el entrenador Mourinho
frente a la prensa; como Paquita Salas con los influencers; como Harry Potter
con Lord Voldemort; como María Teresa Campos contra los que critican a sus
hijas. O sea, que viniera a por mí, que se centrara en mí, que arremetiera
contra mí. O como ordena Carmen Maura en ‘La ley del deseo’: “Riégueme, no se
corte, riégueme”. Y me regó: me meó.
Durante
unos 30 segundos una polla empalmada me mojó con algo a lo que no estaba
acostumbrado. Al principio aquello era como un aspersor: enhiesto, libre,
difícil de controlar. Pero cuando la empuñó bien y la supo dirigir, cayó sobre
mi su orina, sucia, amarillenta, fuerte. Me dio en las mejillas y en la
barbilla, salpicó a mis labios, corrió por mi cara a mi pecho. Y lo disfruté.
Más que el a cuatro patas en el probador de El Corte Inglés, más que aquella
mamada en Atocha, más que el portal de la calle Pelayo durante el Orgullo, más
que los baños de la FNAC. Más.
Cuando
terminó, cuando dejó de gotear, con él empalmado, con el de pie y mis rodillas
en tierra, volví a meterme su pinga en mi boca. Y a volver con más deleite, con
más entrega, con más agradecimiento a mamársela.
-Me
corro, me corro, me voy a correr…
Saque
su rabo de mi boca y me situé igual que para su meada. E igual que aquella, su
corrida me dio en las mejillas y en la barbilla, salpicó mis labios, corrió por
mi cara al pecho. Y lo disfruté. Y comencé a pajearme con todo aquello por mi
cuerpo, genuflexo, orante, extasiado, agradecido por lo recibido.
Él se
subió el pantalón, se puso su camiseta, se inclinó hacia la guantera y sacón un
paquete de pañuelos que me ofreció y agradecí. Mientras me limpiaba, me secaba,
él arrancó el coche, se despidió y se marchó. Yo tampoco perdí mucho tiempo
allí. Corrí a casa. Olía. Pringaba. El mix de orina, semen y sudor necesitaba
de agua y jabón. Me duché nada más crucé el umbral de la casa. Y ahí con todo
el chorro cayendo sobre mis mejillas, mi barbilla, mis labios, mi cara, mi
pecho, mi cuerpo… me masturbé nueavemente evocando lo vivido apenas 30 minutos
antes. Y gritando: “riégueme, no se corte, riégueme”.
Cuando
salí del baño, mi abuela me esperaba en la puerta. Que qué canción cantaba.
-No
creo que la conozcas, abuela. Me la enseñaron hoy. Y me gustó mucho. Creo que
la voy a entonar muy a menudo hasta que me vaya.
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