YO Y EL FIN DE SEMANA DE SEXO Y AJEDREZ CON UN GALÉS DE BARCELONA
No
suelo llegar puntual a ningún sitio. Suelo presentarme a la hora. O cinco
minutos después de ella. Pero nunca quince minutos antes. Así que, realmente no
sabía muy bien qué hacer antes de que llegara mi cita. ¿Entrar al restaurante y
pedir una cerveza? ¿Pasear un rato haciendo tiempo? ¿Telefonear a mi madre para
así evitar que me llamara durante la cena? Normalmente habría activado el
grindr o el scruff o badoo o wapo y habría rastreado la zona enviando
saludos a todo el que me apeteciera para un polvo. Pero no me parecía correcto,
me parecía feo: si me pillaba el chico con el que había quedado no le causaría
buena impresión y como me respondiera un chulazo cerdete igual le daba plantón.
Para evitar el mal, dejé tranquilas
a las apps del amor venereo y me puse a revisar la carta del restaurante donde
cenaríamos. Un vegetariano. Por Chueca. Un sitio donde a falta de carne y
pescado se habían abonado al puerro y las setas y al tofu y al seitán.
Obviamente, el puerro y las setas los conocía; más o menos al tofu también;
pero del seitán no tenía ni idea. Me puse a buscar fotos en Google y su
composición en Wikipedia. Y cuando miraba con escepticismo las imágenes de esa
cosa, me sonó el móvil. Wasap. De ‘Rob Galés en BCN’: “Cambié el restaurante.
Es Señora Smith. Nos vemos allí”. Le conteste: “OK. Estoy a cinco minutos”.
No había visto jamás a Rob más allá
de la pantalla del móvil. Vivía en Barcelona. Se había mudado a allí desde el
Reino Unido hacía siete años, creo. Al inicio del estado de alarma, se aburría.
Se aburría del encierro y de limitar sus charlas a los mismos de alrededor. Probó
la opción de la aplicación se fijó en mí. Y me entró. Y nos hicimos unas
cuantas vídeollamadas durante todo el confinamiento pajeándonos. Yo o él nos
preguntábamos ‘¿estás? ¿puedes?’. Y si nos respondíamos afirmativamente, nos
llamábamos y, sin mediar saludo, enfocábamos a nuestras pollas empalmadas y nos
la zurrábamos hasta corrernos. Después nos despedíamos moviendo la mano sin
girar la pantalla a nuestras caras, y ya. Alguna vez conversamos sin más,
alguna vez bromeamos sin más, alguna vez tonteamos sin más.
Para mí Rob era como Alexa, como
Siri. Un software para masturbarse a 626 kilómetros. Hasta que decidió salirse
de la pantalla, abandonar el holograma, las dos dimensiones. Hasta que decidió
visitar Madrid unos días atraído por la libertad, por las escasas restricciones
con el coronavirus, por los chill orgiásticos en pisos, por las saunas que no
habían cerrado, por los bailes en garitos sin control, por saludar a amigos
olvidados, por tomarse unas vacaciones, por teletrabajar de día y callejear la
capital de noche. Y por encontrarse conmigo. Quería conocerme, verme en
persona. Me había insistido en ello. Y por eso, una hora después de terminar de
trabajar, ahí caminaba yo hacia un restaurante. Y por eso, cinco horas después
de aterrizar en Madrid, ahí caminaba él hacia un restaurante. Y por eso, ahí,
delante del local, nos encontramos por primera vez. En persona. No sé qué
pensaría él al contemplarme, pero yo pensé: “Es más guapo que en la pantalla”.
Y me alegré por ello.
-Hola.
-Hola.
Yo había visto como su leche
rellenaba su ombligo al correrse, él había visto como mi leche se pegaba a mi
torso peludo, y los dos nos comportábamos con una timidez de adolescentes de
los años 80.
-Perdona el cambio de restaurante,
pero como tú no eres vegetariano no quería que no pudieras comer nada que te
gustara. Si quieres pedir carne o pescado o huevo, puedes.
-Si te parece, vamos a pedir para
compartir. Lo que te apetezca de la carta, lo que puedas comer. A mí me da
igual. No soy fanático de la carne ni del pescado.
Sonrió, el galés tenía una sonrisa
bonita. Y un humor irónico. Cierta retranca. Y unos bonitos ojos verdes. Y
sobre todo, dominaba el castellano. Toda una bendición. De lo contrario en
aquella mesa habríamos cenado tres: el galés, yo y Google Translate.
Acabada la cena, buscamos un bar aún
abierto en el que tomar una copa. Y justo pasábamos por el Black and White
cuando nos gritó un chico, atractivo y atlético:
-Vosotros, a dónde vais. Esperad.
Cogió del brazo a otro y se dirigió
hacia nosotros.
-Pero a dónde vais tan solitos, por
qué no os quedáis un rato con nosotras.
Empleaba el plural, pero por
formalidad. Yo sobraba. Solo miraba y solo sobaba al galés.
-Yo me llamo Alberto. Y esta, mi amiga
la borracha, es la Jorja, se llama Jorge, pero para nosotros la Jorja, que es muy maricón. ¿Y tú?
-Rob. Y él es José.
-Rob, ¿y ese acento? Tú no eres de
aquí.
-No. Soy británico.
-¡Inglés! Qué bonito, como los del
balconing en Magaluf.
-Inglés no. Británico.
-Pues eso, inglés. ¿Qué vais a
hacer?
-No sé.
-Por qué no os venís con nosotros a
un after.
-¿Vais a un after? ¿A cuál?
-No lo sé. Yo a dónde me diga mi
amiga Amparo. Es la bajita pechugona de allí. Ella nos lleva ahora a uno. Yo ya
me voy preparando. Tenemos cervezas. ¿Quieres una? Y tenemos Popper. Para ir
llegando ya cachondo. ¿Quieres Popper?
Rob aceptó la cerveza y rechazó el Popper. Y Alberto siguió convocando a los suyos.
-¡Óscar! Mira, esta es la Oscaresa. Oscaresa, este es Rob, que es inglés.
Rob renunció a corregirle otra vez sobre su origen. Y saludo a un guapo canónico, un alto rubio melenudo con continuo aspecto de desmayarse.
-A ver si inspiras a la Oscaresa, inglés. La Oscaresa es poeta, poetisa. De las que trabajan en otra cosa, pero publican libros y eso. Yo me he comprado los dos que tiene, pero no me los he leído. No hay necesidad. A ver si escribe como folla y me llevo otra decepción más con él.
Si viajó a Madrid atraído por las estampas de Los Javis, de Almodóvar,
de Colomo… de Valle Inclán, de Martín-Santos o de Umbral ahí se le ofrecía una
muestra.
-¡Venga, que os venís!
Iván soltó del brazo a su amigo y
tomó a Rob.
-Amigas, este es un inglés que se
viene con nosotras. ¡Amparo! ¿Dónde coño está el after? ¡Que se me calienta la cerveza y se me acaba el popper!
Iván arrancó una procesión que
guiaba la tal Amparo y a la que acompañaban la Jorja, un chico bajito
lleno de tatuajes que pedía constantemente fuego para encender un porro y otros
dos chavales que querían follarse por como se contorsionaban para poder andar y
meter la mano en el culo y el paquete del otro. Yo cerraba la romería.
En el alto de un semáforo, el galés
se liberó de Alberto y corrió a mí.
-¡Vámonos!
-¿No quieres ir al after con ellos?
¿No quieres una aventura nocturna madrileña?
-Quiero ir a tu casa. Vamos a tu
casa.
Paramos un taxi y 15 minutos después
mis labios besaban los suyos, mi lengua recorría su cuerpo, su polla masajeaba
mi espalda y otros tantos juegos e inventos más previos a meterla. Llegado ese
momento, cuando abría el condón, Rob me interrumpió con un tono meloso, dulce,
tierno.
-¿Sabes? Antes de venir me hice un
análisis. Estoy limpio. No tengo nada. Es de hace unos días. Me gustaría que me
follaras sin condón.
-Pero mi análisis es de hace más
tiempo.
-Pero tú siempre follas con condón,
¿no?
-Sí.
-Pues follemos sin condón.
Y sin condón follamos.
Me gustó follar sin condón. Pero lo
que realmente me puso, lo que realmente me excitó fue otra cosa. Cuando me iba
a correr, saque la polla de su culo para irme sobre su pecho. Él cambió la
postura para colocar su cara bajo mis huevos. Y mientras yo me pajeaba, él me
los comía, él me los lamía y él, inconsciente, exhalaba de placer, suspiraba de
gozo, echaba su aliento sobre ellos. Y en cada una de sus bocanadas, más crecía
mi verga, más me vencía yo de gusto, más le agarraba para que no apartar su
boca de mis cojones y siguiera proporcionándome ese frenesí. Hasta que la lefa
manó y cayó. Primero, impulsada, sobre su pecho, sobre su polla. Y después, ya
sosegada, sobre sus labios. Que besé. Que lamí.
Nos dormimos en cucharita, pero a la
mañana siguiente, al despertar, no yacía a mi lado. Se había mudado al sofá.
-Roncas. No mucho, pero no me podía
dormir.
Follamos, nos duchamos, desayunamos.
Y él se marchó a cumplir con amigos y yo a mis quehaceres de sábado: comprar fruta,
limpiar la casa, fingir que me ejercito en el gym y comprobar si la película de
Cine de Barrio o el entrevistado del Polideluxe merecen la pena. No sé a quién
controló Conchita, porque el galés me dijo de cenar en un indio por Lavapiés,
cerca de su Airbnb, y acepté.
No sé qué cenamos porque nunca sé
qué pruebo en los indios. Solo sé que, según su curtido criterio en cenas en
restaurantes de aquella cocina con su compañero de piso de aquel país, no
merecía tantos elogios del Trip Advisor. Al galés le gusta fiarse y guiarse por
ese tipo de webs. Y una que consultaba le había recomendado un pub llamado ‘El
escondite’. Y allí me llevó. Lleno de sillas y butacones y mesas, cada una de
ellas con un tablero con sus piezas de ajedrez.
-Juguemos una partida.
-No sé jugar.
-No. No sé jugar. Sé jugar a las
damas.
-Ok. Te voy a enseñar. Vamos a jugar
una partida y te voy explicando los movimientos.
Rob me detallaba los simples pasos
del peón, los saltos del caballo, las L de la torre, la fuerza del rey, la
importancia de la reina… y yo me enteraba de aquella manera, pero algo acababa
entendiendo. Y acabé ganando.
-Eres bueno al ajedrez. Me has
ganado.
-Te he ganado porque has jugado
conmigo contra ti. Cada vez que iba a hacer un movimiento suicida o equivocado,
tú me corregías. Es fácil ganar si tu adversario te avisa de cómo te jodería según la jugada que hagas.
-La próxima vez no te diré nada.
-Hecho. ¿Y ahora qué hacemos?
-Vamos a tu casa, ¿no?
A mi cama más bien. Donde follamos
nuevamente. Donde sus jadeos subían los míos. Donde las sabanas se empaparon de
sudor y de semen.
-Lástima que mis ronquidos rompan
este momento y no durmamos juntos.
-Si vamos a dormir juntos.
Se levantó. Hurgó en sus pantalones.
Y sacó unos tapones para los oídos.
-Ahora puedes roncar lo que quieras.
Ya no oigo nada.
Se abrazó a mí. Nos volteamos. Quedé
encima de él. Me empujó hacia él.
Al día siguiente, volvimos a la
rutina: follada, ducha, desayuno y él a sus obligaciones de turista y yo a
prepararme para las mías de trabajador. Debía escaparme un par de días a Cáceres
a vender un proyecto, a tranquilizar a un cliente. Mi agencia llevaba un
ambicioso plan de comunicación para una empresa mediana novata en este tipo de
acciones y se angustiaban con las cifras y dudaban de su eficacia. Una reacción
lógica. Me tocaba ejercer del señor Lobo de Pulp Fiction, de Robyn de Flack. Me
marchaba el domingo noche y volvía el miércoles tarde. Me jodió ese viaje. Me hubiera gustado quedarme.
Durante ese tiempo el galés vivió
Madrid: teletrabajaba cuando tocara y una vez fuera de su horario laboral,
frecuentaba conocidos y grindeaba. Y me narraba sus devaneos, sus ronroneos:
-Anoche a la 1 de la madrugada fue a
un piso a 100 metros del airbnb para que me la chupara un ultra pijo, pero me
echó cuando me quedé dormido después de fumarme un porro (…) He quedado con un
argentino (…) Me tengo que correr una vez cada día con un tipo diferente como
mínimo (…) Un tío me ha invitado a ir a su casa por Madrid Río, pero no se
presentó (…) Estoy hablando con un poli con hijos. Me pone, la verdad, quizá
tiene pistola, o esposas (…) Acabo de tener la mejor mamada en siglos con un
italiano (…) El dueño del piso se ha traído un tío y están hablando de mí, de
follar conmigo. Voy a salir y a ver qué me dicen (…) Esta noche voy con un tío
a una fiesta techno. Techno bueno. Con un tío y sus amigos. Bailar, divertirse,
hablar de tonterías y sexo después. Y drogas. ¿Tú no te drogas, verdad? Tienes
que probar las drogas. Es el mejor consejo que te puedo dar. Tienes que probar
la MDMA.
Aprovechaba los días el galés, desde
luego. Todo un ejemplo a imitar, desde luego.
No solo me wasapeaba para relatarme
sus grindeos. También para interesarse por cuando regresaba a Madrid, a qué
hora.
-Si nada falla, el miércoles a las
21h estaré en mi casa.
Cuando llegué el miércoles a las 21h
me esperaba en el portal con unas bolsas del Carrefour.
-He pensado que no tendrías nada
para cenar. O que no te apetecería cocinarte nada. Y he pensado en cocinarte
algo. Es un plato un tanto grasiento y simple. Más para resaca. A mí me
avergüenza decir que me gusta, pero está bueno.
En las bolsas llevaba un bote de Heinz Beans, mantequilla, patatas, tomates, cebolla, lechuga y guacamole. En la cocina, se colocó un delantal del Vips, de cuando trabajé una temporada allí porque nadie me empleaba de lo mío. Y tras 30 minutos manchando y usando sartén, microondas, horno, y tabla, me sirvió unos frijoles con tomate, básicamente.
-Sé cocinar más cosas. Y mejores. Pero me apetecía prepararte esto.
-Y que más cosas sabes hacer.
-Sé hacer masajes. Y sé ponerte cachondo.
Me puso, sí. Y terminamos donde correspondía: en la cama. Y tras lo obvio, derrotados el uno por el otro, entramos en el momento de mayor sinceridad de los amantes. Cuando ya obtuvieron el uno del otro lo que buscaban, lo que les guiaba, lo que les obsesionaba: el sexo, su colaboración necesaria, su complicidad. En ese momento postcoital sobra el fingimiento y la apariencia. Ni tampoco se puede sostener ninguna máscara. Los minutos y la hora que suceden al orgasmo debilitan corazas, resquebrajan murallas. Se baja la guardia. Es el momento de intimidad, de confianza, de paz y sosiego en el que se conoce al que tenemos desnudo a nuestro lado. Conversamos sin trabas en ese momento de conexión, vínculo y sinceridad que establece el haber penetrado en otro, el haber sido penetrado, el haberse comido las pollas y los culos y haberse tragado la lefa del acompañante.
-Ahora me abriste el apetito de
hacer lo que haces tú.
-Qué.
-Que igual ahora me escapo yo algún
día a Barcelona.
-¿Puedes teletrabajar?
-No, pero un finde. O cogerme algún
día y hacerme un finde largo. O por un puente.
-¡Ah, sí, claro! Pues si estás en
Barcelona avísame.
Me giré. Me coloqué de espaldas. Él me siguió. Apoyó su cabeza en mi hombro. Se ancló a mí. Se pegó a mí. Una putada. En ese momento me lo hubiera querido sacudir, me lo hubiera querido quitar de encima, echarlo de mi cama, de mi casa. En ese momento me sentía idiota, estúpido, memo, ridículo. Había creído... había imaginado... había proyectado algo que claramente no existía. Que solo existía en mi mente y en mi ansia de que me funcionara alguna relación amorosa adulta y sensata, interesante y noble. Había magnificado un fin de semana de folleteo de primavera como si fuera un concursante de Gran Hermano. Gilipollas. Una vez más mi alter ego era la Pringada y no Tamara Falcó. Más limones en la vida. Una vez más. Pero... ¿el mundo de Mr. Wonderful no convertía los limones en zumo?
-Rob, ¿tú no sabías hacer masajes?
-Sí.
-Pues hazme uno.
Y que se volviera a Barcelona, a Gales o a donde coño fuera. Que el muchacho era muchas cosas buenas y una mala: una trampa para enamoradizos como yo.
Comentarios
Publicar un comentario