YO Y EL DE LA MIL EXCUSAS PARA DEJARME PLANTADO Y HUMILLADO

 

La primera vez que quedé con Héctor fue el 21 de diciembre. No resultó nada complicado fijar un día, apuntar esa fecha. Había ganas. Llevábamos una semana charlando ampliamente a diario por el wasap tras conversar inicialmente veinte minutos por grinder. Habíamos congeniado. Se palpaba la afinidad, se destilaba la química, se olía que queríamos encamarnos ya. Y cuando nos encontramos, efectivamente, se palpó la afinidad, se destiló la química, nos olimos y nos encamamos.

             Apenas unos minutos después de vernos por primera vez, tras unas risas y unas frases tontas, le besé con el mismo ansia con el que más tarde él me chupó la polla. El ansia reservada a los que me ponen perro, a los que me empalman con solo mirarlos. El ansia que sobrepasa a un sexo entregado. El ansia reservada a los que creo que pueden trascender al follamiguismo. El ansia para los que creo que llegaré hasta donde me pidan. El ansia para los que cruzaré hasta donde me dejen. Sentí que aquel chico podría ser ‘mi chico’. Y él pensó lo mismo: tras unos cuantos revolcones precedidos de cerveza y rematados con horas de conversación, me pidió avanzar a algo más que el sexo.

            Pero para ello hay que continuar viéndose. Citarse con intención más veces y de manera continuada. Y lograr eso con Héctor parecía una de las doce pruebas de Hércules o una partida de ‘Among Us’. Algo para lo que necesitaría ayuda de los dioses o de Ibai Llanos. Algo complicado. No imposible. Pero sí difícil y humillante, laborioso y paciente. Y frustrante. Y decepcionante. Porque se podía agendar el encuentro, se podía obtener su audiencia: recibía la propuesta suya de un ‘¿Nos vemos mañana?’ o un ‘Vale, esta noche sin problema’ a una proposición mía. Pero cuando se acercaba la hora, mi móvil vibraba con un mensaje suyo que anulaba. Con el que me plantaba. En alguna ocasión, por los elementos:

            -He visto que llueve. Hoy y mañana. Lo dejamos para otro día, bebé.

            En otro, por la higiene:

            -Tengo que dejar la casa limpia que me toca hoy.

            En un tercero, por otro más peludo que yo:

            -Tengo que cuidar al perro de mi compañero, a Kokito. Lo llevaría y lo pasearíamos juntos, pero es que a ti no te gustan los perros, vida. Si no entra él, yo menos. No quiero malas energías para el perrito.

        Las cuarta vez, por encontrarse, por meditar:  

        -Trato de resolver quién soy. Estar conmigo mismo para entenderme. Ya te busco yo.

            Y en un quinto le ayudó una pandemia universal:

            -Tengo prueba de covid. He estado en contacto con un positivo. No tengo síntomas, pero prefiero hacerla.

            Por una mala noche de fiebre y escalofríos, por no interesarme a primera hora de cómo se encontraba, me aplazó una cena de sushi, vino y fresas en mi casa:

            -Es que no es una reacción empática. Primero se pregunta y se interesa uno por el bienestar del otro. Y ya luego lo demás. Muy mal. Ya mañana te digo si quedo o no.

            Sus excusas para anular una cita conmigo resaltaban que yo no era prioritario para él, que cualquiera se situaba por encima de mí en su escala de afectos:     

            -Me encontré con una amiga a la salida del metro y me fui a tomar algo con ella y se me pasó el tiempo. Y me olvidé de lo nuestro. Para la próxima lo apunto en Google Calendar..

             Cualquiera me adelantaba en su agenda, por mucho que yo hubiera partido con tiempo:

            -Baby, no puedo ir finalmente, perdona. Han venido a invitarme a cenar por mi cumple. De sorpresa. Sorry. No puedo ir a la cena que me ofreciste

            Perdía frente a sus amigos y perdía con la televisión:

            -Estoy viendo una peli y me enganchó. Le queda un rato. Y no tengo horas de grabación ya en la smarttv. Tengo que quedarme a ver cómo termina. Y ya no me da tiempo a prepararme y llegar bien a tu casa. Otro día.

            Yo perdía frente a la televisión convencional y frente a las plataformas. La tecnología daba igual:

            -Estoy viendo una serie. ‘Sense 8’. Ya la he visto, pero me gusta mucho. Es la mejor serie de Netflix. No me puedo desconectar ahora. Que no me acuerdo de muchas cosas que pasan. ¿Lo entiendes, verdad?

             Héctor tenía cuenta en Netflix, grindr, instagrám, facebook, twitter, blogspot y youtube. La actualizaba y comentaba continuamente. No como el Whastsapp. Eso lo revisaba cada tres días: ese tiempo mediaba entre un mensaje mío invitándole a una cerveza y su respuesta rechazándola: 

    -Rey, no todos estamos 24/7 con el móvil. No vivo pegado al móvil.

             Lástima, habría vivido más alegre: con lo que se reía de mis wasaps, con lo que se descojonaba de mis planes, con lo que se despollaba de mis intentos de algo original..

            -De verdad, ¿montar a caballo? ¿lanzar hachas? ¿tirarse en una tirolina? ¿Somos indios ahora?

            Descartaba también lo aparentemente menos salvaje:

            -¿Quieres ir al rastro a que nos roben la cartera? Y hay mucha gente. Y hay coronavirus.

             Su inflexibilidad en sus gustos sexuales también le servía para colgarme un folleteo cerrado con días. Como el de hacerlo fumados porque le ponía:

            -No tengo porros. Me olvidé de comprar. Otro día. 

O por lo otro, por la regla de todo pasivo militante:

            -Nene, estoy sucio. Otro día.

            Por su necesidad de popper para joder, acabé con un camello, para que no pudiera emplear uno de sus argumentos para dejarme con dolor de huevos:

            -Se me acabó el popper y no encuentro. Otro día.   

           En una ocasión, no se presentó a la hora, no se presentó cinco minutos después de la hora, ni diez minutos después de la hora. Y cuando le telefoneé molesto a los quince minutos después de la hora, su natural explicación de porqué no había aparecido y de porqué no aparecería me desorientó tanto que me cortó cualquier réplica.

            -No sabía que iba a quedar contigo. Pero da igual, terminé tarde de estudiar y de hacer ejercicio. No iba a ir de ninguna de las maneras aunque me hubiera acordado.

            Así, quince minutos antes de entrar al cine a ver ‘Verano del 85’, me plantó sabiendo con más tiempo que lo iba a hacer:

            -Acaba tarde. Ni loco me arriesgo a saltarme el toque de queda, que me vean por la calle y me multen.

            Aprendí a no planear nunca nada con él que implicara gastar dinero sin que me lo pudieran reembolsar. Aprendí a que en el futuro comprara él las entradas y yo las palomitas. Y aprendí que los cines no admiten devolución de entradas pocos minutos antes de la proyección. Aprendí que a falta de pan, bueno es un ‘glory hole’ del Boyberri.

            Normalmente, siempre, me dejaba colgado 30 o 15 o 5 minutos antes de la hora convenida, en respuesta a mí pregunta de ‘cómo vas’. Entonces me entraba un wasap con esas excusas variadas que me desconcertaban, que me noqueaban, que me convertían en el dibujo animado de ‘El Coyote’: cuando tratando de cazar al Correcaminos, este se le escapa y le cae un yunque o una enorme roca o una jarra de agua fría o le explota dinamita de la marca ACME. 

             Más de una vez consideré, y considero, que realmente ni entendía ni asumía el efecto de sus desplantes y desconsideraciones en mi ego, en mi corazón, en mi dignidad y en mi cariño. De lo contrario, de comprender su repercusión y aún así mantener su maltrato, cabía calificarlo de sádico, de un cruel: capaz de arrancarle las alas a una mosca y de arrancarme a mí mi ilusión por placer, por entretenerse, por maldad. No. Prefería y necesitaba imaginar que no actuaba con ese despectivo desdén. Que obraba solo con naturalidad. Conforme a su gusto e interés. Sin recurrir a la cortesía, al tacto, a las mentiras piadosas que evitan heridas o al menos las suavizan:

            -No me apetece pasar la noche allí contigo.

Me hartaba. Y no me lo callaba. Se lo vomitaba. Pero me podría haber ahorrado la saliva. Mi desánimo se la sudaba:

    -Ay, no te montes películas.

Le advertía que me cansaría de tanta hostia y desaparecería. Él me rebatía:

            -No funciono con amenazas ni chantajes.

            Se ofendía:

            -Yo creo que hay que respetar las decisiones de cada persona. Creo que hay que aprender a respetar los espacios de las personas.

            Se cabreaba.

            -Me molesta que insinúes que no quiero quedar contigo. No tengo tiempo ni para masturbarme tranquilo. Es horrible ser yo.

            Y me restregaba mi escaso ingenio.

            -Tampoco propones nada diferente a ir a tu casa. Tengo una lista muy larga para quedar a comer pollas.

            Me chorreaba:

             -Tu actitud no me motiva a quedar contigo. Yo necesito gente que me motive. Parece que tu vida es más aburrida que la mía y yo siempre busco algo mejor que yo.

            Y siempre me finalizaba aquellas reclamaciones mías con la frase que finiquitaba la conversación y avisaba de no añadiría nada más:

            -Vamos hablando, ¿vale?.

            No le importaba lo más mínimo. No engañaba, desde luego. Nunca lo ocultó. :

            -¡Que es san Valentín! Que se me había ido. No puedo quedar a comer contigo. Que ya he quedado a comer con un nene. Que hay que celebrar el amor.

            No se ocultaba:

            -Quedé ya con un chico del gym. Vive en mi zona. Es más fácil quedar con él que contigo.

            Mostraba una sinceridad insultante e insensible, no sé si innecesaria

            -Ay, nene, no puedo verte ahora como te dije. Que me salió plan justo ahora. Que este chico está en camino de dejar su soltería. Estoy conociendo a alguien.

             Aceptaba ese juego tóxico, desagradable, humillante, despreciativo, degradante y repetitivo: me había enganchado a Héctor. No valía nada, su valor se lo otorgaba yo. Él era un satélite sin luz que reproducía la que le proyectaba el sol, yo. Y yo, la gran estrella suspiraba por él. Yo me arrastraba por él. 

Pero también un reptil como yo tenía un límite. Generoso, sí, pero existente. Y él lo traspasaba con aquellas frases dolientes. Con cada uno de esos wasaps, afortunadamente, mi cerebro reaccionaba y se desenganchaba un poco. Borraba su contacto o le cambiaba el nombre: ‘Mareante’, ‘Cansino’, ‘La divaza’, ‘¿Pero este gilipollas de qué va?’ ‘Pasar de escribir’, ‘No responder’, ‘Hijo de puta’, ‘Cabrón’, ‘Tierra quemada’, ‘No me merece’.  Y me proponía ni escribirle ni responderle si se diera la situación. Porque Héctor me cansaba, me desmotivaba, me desgastaba, me apenaba y me desilusionaba. Mucho.

            Pero cuando transcurrían apenas quince días, él contactaba conmigo. Por wasap, por instagram, por Facebook. Con un emoji, con un me gusta, con un comentario. Que qué tal estaba, que no sabía de mí, que si todo bien. Que me echaba de menos. Que se acordaba de mí. Que a ver si levantaban los cierres y podía escaparse a Granada, que porque no le acompañaba...Trataba de restituir la relación, fuese la que fuese. Y yo, pese a coquetear  con todo grinder, pese a acostarme con todo scruff, pese a jugar con todo tinder, pese a no necesitarle para lo sexual o lo sentimental, pese a los suficientes tíos que cruzaban mi vida, pese a identificar a Héctor como veneno, siempre seguía dispuesto a bebérmelo en él. El ciclo constante de nuestra relación. Iba, me iba, volvía.

            Con ganas, con gusto volvía a él. Y charlábamos como si nada, bromeábamos como nunca, lanzábamos indirectas picantes, alguna foto caliente y quedábamos. Fácilmente. Sin yinkana. Y aquella tarde, aquella noche y aquella mañana me maravillaba. Y concluía la jornada ensalzándolo, adorándolo. Idealizaba ese momento y los que vendrían. Me inventaba que la vida con él podía reproducir momentos semejantes a los de aquella tarde, aquella noche y aquella mañana adorables: a esos mimos, a esa intimidad, a esa vulnerabilidad, a esa familiaridad. Me engatusaba y me dejaba engatusar. Y me alentaba a mi mismo para volver a rozar la dicha absoluta juntos, a seguir persiguiéndolo para revivir esas horas. Aquello me proporcionaría una deseada imitación de felicidad y una simple estrategia: que el frecuentarme le generara costumbre y mi ausencia, añoranza. Que le fuera necesario, como él a mí. 

Andaba en esa locura de obsesión inútil para mí e inmerecida para él. Una tontería equivocada que me imantaba. Un cálculo tonto que se sostenía en la necesidad de citas vibrantes, de ellas pendían su adhesión, esa que me borraban de la memoria su desfachatez en el trato. Esas que había que conseguir. Que parecía que ya fluirían solas, sin líos, tras reconocer él que me extrañaba. Pero no. No. El bucle, el eterno retorno, la rutina, el día de la marmota se reponía. Sísifo bajaba de nuevo la montaña para empujar la piedra a la  cima. Y Sísifo, o sea, yo, siempre tras semanas de negociación, de lo que ya conté, de excusas y humillaciones, celebraba una nueva cita. En una de esas cíclicas fases acordamos almorzar en la plaza de Santa Ana. Sobre las 13:30h.

             

            Antes de las 13h ya paseaba yo por allí. Callejeando, curioseando en librerías, trasteando en tiendas de regalos, inspeccionando en qué bar tomar algo, repasando restaurantes majos donde comer y, ya por costumbre, con el grindr abierto. Y en esa aplicación me entro una notificación de ‘Busco Masc’, un perfil sin imagen:

            -¿Estás?

            Y cayeron en cascada fotos. De un chico castaño, lampiño, de pecho labrado, de lo que Scruff califica como ‘común’, de lo que yo me tiraría. Se me exhibía con un calzoncillo escocés y sin el calzoncillo escocés. Con su polla de frente y con su polla de perfil. Le devolví un álbum similar y le saludé. Y en nada, mi móvil pitó de nuevo.

            -Quiero lamerte axilas y polla. Mamar y que me folles.

            Instintivamente tecleé.

            -¿Cuándo? ¿Dónde estás?

            -Ya. Calle Fúcar.

            Nada me distanciaba de Fúcar. Pero también en nada aparecería Héctor. Para tomar algo, pero también para mamar y follar, aspiraba yo. Medité, sopesé y repasé mi experiencia con mi 'crush'. Calculé beneficios y riesgos, como si yo fuera la Agencia del Medicamento y aquello una vacuna que causa trombos. Y mi confianza en el cerdeo de uno y mi desconfianza en que apareciera el otro, me llevaron a timbrar en la puerta de aquel tío que me recibió en suspensorio azul cantoso de Addicted.

            Enseguida se me puso a lamer las axilas. En circunstancias normales no me hubiera importado lo primero, pero me dejaba sin desodorante y salivado con una cita por delante. Así que procuré dirigirlo a la polla. No se cabreó porque lo integró en un juego de dominio donde yo mandaba y él obedecía. Se me arrodilló y lamió la verga, desde los huevos hasta la punta del capullo. Su lengua me la acariciaba mientras con los dedos de su mano me estimulaba el culo. 

            El  tío tío quería gozar y que gozara. Se curraba el polvo. Y yo no tanto. ¡Con lo cerdo que yo era y que no se lo pudiera demostrar! ¡Con lo que me habría gustado que me comiera las axilas, comerle yo a él el sobaco, oler su sudor y encabritarme con ello,  lamerle de arriba abajo, que él mordiera mis nalgas con hambre, repasar con mi lengua su polla babosilla, agarrarme a él por la espalda, mezclar nuestros sudores, que botara encima de mi machacándome, dejar que su semen cayera en mi cuerpo cuando se corriera, acabar con la barba pegajosa, tomar su leche con mi mano y utilizarla como lubricante para mi corrida, juntar nuestra lefa en un beso! Vamos, pasarlo bien sin prejuicio y como a veces solo se recrea con un guarro desconocido. Pero no pudo ser.

            Me limite a empotrarlo contra la pared para no envolverme en el olor de sus sábanas, a endiñársela casi a distancia para no mezclarme en su aroma personal. Me corrí en su pecho a distancia. Y a él lo apartaba de mí, lo alejaba de mí, para que no se corriese en su paja a mi vera: no me había desvestido del todo y me asustaba que me manchara los pantalones o los zapatos, que la mancha evidenciara su origen. O peor: que su semen se deslizara por mi cuerpo y apestara a sexo.

Por pulcritud, por la boca de Héctor, por si nuestro almuerzo desembocaba en cama, mi polla acabo oliendo al jabón de coco del lavabo de aquel muchacho. Por lavarla para él. Por él también me bebí enjuague bucal como lavativa y me restregué las manos con gel hidroalcoholico.

            Avergonzado por la faena egoista, me despedí de mi ligue. No sabía ni como se llamaba.

            -Cabrón, me has dado de sí el suspensorio al agarrarlo como las riendas de un caballo, vaquero.

            Río. Reí.

            -Tendrás que venir otro día para seguir domando al potro.

            ¡Qué majo! Me acerqué a él y le metí un boquinazo asfixiante sujetándole del suspensorio.

            Le saqué la lengua y le saqué su número de teléfono. Y el nombre: Emilio, Milo para los amigos y para los que se tiraban sobre la tarima flotante.

            Bajando las escaleras, antes de salir de aquel edificio, de cruzar la puerta roja, revisé el Samsung. Las 13:47h. Ningún mensaje de Héctor. Le remití uno: dónde estaba. Me remitió otro: había esperado un rato, no me vio, no le escribí, se había ido.

            ¿Cómo que se había ido? ¿De verdad? Me alucinó su contestación. Una vez más:

            -Es que yo soy muy inquieto. Esperar 15 minutos es una eternidad. Y hacerme esperar una falta de respeto.

            Dejé de correr hacia la plaza. Paré. Releí el mensaje. Y lo releí una vez más. Y a la altura del Ateneo, a la altura de la Iglesia de la Cienciología, a la altura de la ONCE vi la luz, hermanos. Y tecleé. Y envié:

            -Milo, aquí el que te da de sí los suspensorios. Me quedé con ganas. ¿Otro polvo?

            En unos segundos, la respuesta:

            -Ok.

            Camino de Fúcar cambié el nombre de Héctor en mi agenda de contactos. Ahora se llama ‘Vete a tomar por culo, puto pretencioso de los cojones’. Ya han pasado 10 días de aquello. Calculo que en dos o tres días aparecerá. Cumplirá con el patrón. Y yo también: caeré


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