YO Y EL PERRO LAMECULOS QUE ME JODIÓ UN POLVO
Parecía
modosito. Modosito y dulce. Eso me transmitía su foto de perfil en grindr, la
que se veía primero, con la que se presentaba: sonrisa serena, ojos vivos,
rizos desordenados, brazos cruzados, adelantado a la cámara. La segunda foto le
mostraba cocinando, enseñando una sartén con algo parecido a unos bollos
quemados, se reía. En la tercera foto, y última, en un ‘selfie’ en el baño sin
camiseta y con unos slips, se apreciaba un cuerpo que se trabajaba, que
comenzaba a evidenciar el esfuerzo del gym: sin michelines, pero sin oblicuos;
sin pectoral, pero marcando pecho; sin músculo, pero ganando volumen. Un cuerpo
normal. Lindo y natural. Sin más. Y sin menos. Pero el físico en ese momento me
daba igual. Me cautivó la mirada. Le escribí. Sin confianza en que prosperase
nada, intuyendo una charla simpática si acaso. Pero no. Su respuesta a mi hola
no me la esperaba: “Estoy cachondo perdido. Me tomé dos cervezas y en cuanto
bebo me pongo verdísimo siempre. Quiero follar. Quiero que me lefes la boca,
quiero que me masajees con tu leche todo mi cuerpo. Sube a mi casa”. Vale.
El chico vivía en el camino que yo
seguía de regreso a casa tras tomar algo con una amiga por Madrid Río, por La
Latina. En cinco minutos me plantaría en su casa. Le alegró la rapidez con la
que mi polla entraría en su boca y en su culo. Y me rogó que no llamara al
timbre de la casa, que le enviara un mensaje, que ya él me abriría, que tenía
un perro, que cuando oía el telefonillo se alteraba. Sin problema. Cumplí.
Accedí así al edificio. Y cuando alcancé el quinto piso sin ascensor, me
esperaba con la puerta entreabierta, vestido con pantalón de pijama y una
camiseta desteñida por la lejía y bloqueando al animal para que no escapara de
la casa, que se enzarzaba con su zapatilla casera.
-Kokito, sé bueno, que tenemos
visita.
El perro se llamaba kokito. Cómo se
llamaba el dueño, no lo sabía. Pregunté.
-Iago.
Ok. Yo José.
-Voy a encerrar a Kokito en el salón
y vamos a mi dormitorio, ¿te parece?
¿Qué iba a decir?
-Koki, vida, te quedas aquí un rato,
¿vale? Es un ratito, cariño.
Aquella conversación con el bicho
delató lo que sería aquello: aquí te pillo y aquí te mato. Y puerta. Vale.
-Es por aquí.
Iago me guió por un pasillo hasta su
cuarto. Simple. Con su cama deshecha. Con cremas encima de una cómoda. Con una
mesa con su silla con un ordenador encima, con la sesión abierta, parada en una
escena de ‘Lupin’ de Netflix. Con una mesilla con su lámpara de Ikea. Con todo
de Ikea. Sin nada de decoración salvo un corcho con fotos con amigos y amigas
en cenas de terraza y viajes a Barcelona y Amsterdam. Con una claraboya que
iluminaba toda la habitación. Y con aquel chico desatado. Que al girarme tras
mi inspección, me besó ansiosamente, que dirigió mis manos a su culo,
obsesionado en triscar.
Nos desnudamos, caímos en aquella
cama, le lamía los pezones, me manoseaba la polla, mis dedos exploraban su
culo, el me pajeaba…hasta que frenó.
-¿No oyes? Es Kokito. Está llorando.
Ay, pobre. Se siente castigado. Pobre. Voy a dejarle salir y que al menos tenga
toda la casa.
Pues vale.
-Kokito, ahora ya no llores, ¿eh?
Que ya no hiciste nada malo, pero ahora no puedo estar contigo. Luego. Ay, mi
niño, cómo le quiero.
No lo veía, pero sabía lo que
pasaba. Le estaría abrazando, acariciando, puede que besando. Que asco me daba
aquello. Y ahora vendría a mí. Y me abrazaría, me acariciaría, me besaría. Pero
bueno, cuando la entrepierna daba un golpe de estado sexual, por su objetivo se
olvida de los prejuicios. En unos minutos el cerebro restituiría el orden
constitucional vital y me haría correr como loco a por enjuague bucal y gel
hidroalcohólico, pero aún no tocaba eso. Ahora tocaba otra cosa.
-Me pones muy cerdo, con lo peludo
que eres, con tu polla.
Bajó al pilón. Para que no se
escapara de él, yo le aprisioné con mis manos, yo movía su cabeza como
pretendía mover su culo más tarde, hacia delante y hacia atrás, también le
liberaba, le dejaba parado y agitaba yo mi polla en su boca, hacia delante y
hacia atrás. También me lo traía a mí, a mis labios, compartía mi saliva con la
suya. Le lamía el cuello, le mordía el cuello. Lo volteé. Repasé con mi lengua
sus orejas, su nuca, su lengua, dirigiéndome a su culo, a lubricarlo, a
dilatarlo…
-¡Para, para! ¡Ay! ¿Lo oyes? ¿No
oyes como araña la puerta con sus patitas? Quiere entrar, se siente solo. Ay,
qué pena. Voy a dejarlo pasar.
Desconozco el lenguaje corporal de
los perros, no he observado a ningún chucho en mi vida, no me interesan, no me
gustan. Pero no había que ser una ‘jane goodall’ de los canes para concluir que
se sentía triunfal, poderoso, vencedor. Con el rabo enhiesto. Con la cabeza
alta. Como un concursante de La Isla de las Tentaciones tras caer en la
tentación, cuando aún no reflexionó en qué pensará su madre o la supuesta
pareja que se halla en la otra casa.
-¡Sigue por donde lo dejaste,
cabrón!
Se la endiñé. Sin piedad. Sin apenas
lubricante. Para joder. Para dolerle. Pero disfrutaba. Se retorcía de gustó.
Gemía. Jadeaba. Casi lloraba. Y entonces el perro, el puto perro, se puso a gruñir,
a ladrar, a amenazarme.
-¡Me está protegiendo! Cree que me
haces daño y me defiende. ¡Ay, le adoro! ¡Ay, mi vida!
Salió de mí, salió de la cama y
abrazó al perro. Le besó en los morros. Se lo restregó. Lo hundía sobre él.
-A papi no le están haciendo nada
malo. Sé bueno y quédate calmadito. Luego, cuando acabe, nos vamos a dar un
paseo. Que te lo has ganado. ¿Vale, mi corazón? ¿Quién es el sol? ¿A quién
quiero yo?
Hubiera matado o drogado o algo al puto perro de los cojones. Quería darle una patada, agarrarlo del pescuezo y lanzarlo al pasillo o por la ventana. Pero igual el dueño se molestaba tanto si lo ejecutaba como si lo expresaba. Me limité a desear que se atragantara con un hueso fucsia de plástico al que roía.
-Voy a subirme encima para que no parezca que peleamos.
Vale. Se sentó encima de mi polla. Arriba y abajo, arriba y abajo. Y arriba brinco el perro. Se acomodó a mi lado. En la almohada. Observándome. Luego, posó su pezuña, su pata en mi brazo, como intentando evitar que ayudara a su dueño a oscilar sobre mi polla. Y luego, lo peor: me lamió la cara, el moflete, la nariz, los labios, mi barba. Y yo seguí imperturbable. Yo no paré. Mi polla no se derrumbó. Solo Dios, la urología y la psiquiatría saben cómo pude aguantar, cómo pude resistir, cómo pude defender la erección.
-¿Me estás lamiendo el culo?
Imposible. En esa postura, me debían faltar costillas y mucho Circo del Sol para poder darle por culo y lamérselo al mismo tiempo.
-¡Ay, Kokito! ¡Ay, tontito, para, que me haces cosquillas!
Se descabalgó. El perro aprovechó para recostarse en su regazo, encima de sus huevos y de su polla desnuda, repasando con la lengua su muslo, su cintura. Él, riendo. Yo, harto.
-Perdona, pero lo vamos a dejar, lo siento, pero es que ya se me fue. Me dio bajón. No se puede hacer nada con él aquí. Es que es la primera vez que viene un extraño a casa. Bueno, la primera vez que sube alguien a follar. Normalmente vienen amigos y eso, pero es todo más tranquilo y él está a sus anchas. Es el centro de la atención. Hoy está perdido, hoy está él nerviso. Que quiere seguir siendo el rey, ¿a qué sí, Kokito?
Me marcharía a mi casa con dolor de huevos, frustrado, por el primo hermano de carne del perro de muelles de Toy Story
-Si te quieres pajear, por mí sin problema.
No, gracias.
-¡Kokito! ¡Qué celosito! ¡Que me quiere todo para él! ¡Ay, mi bebe, mi cariño, mi luna, mi estrella, mi sol! ¡Pero qué guapo es y cuánto me quiere!
Me largué de allí rezando para que la ciencia descubriera que los perros incuban el coronavirus, que de ellos pasó a los humanos, que Fernando Simón anunciara la necesidad de sacrificarlos a todos, de que había que enviarlos lejos de los humanos. Yo salí de allí caliente, con ganas, alejado de la zoofilia y convertido en Cruella de Vil.
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