YO Y EL CHILL Y ORGÍA CON CORONAVIRUS

 

Pablo salió acelerado del ascensor. Sus ojos buscaron ansiosos la letra C. Y en cuanto la encontró, corrió a la puerta, a llamar al timbre. Yo por el contrario, seguía parado, junto al ascensor, bloqueando las puertas, deseando pulsar el botón del bajo y abandonar aquel séptimo piso aun que estaba a tiempo.

            -Pablo, ve tú, yo no voy.

            Se giró. Nada sorprendido. Me esperaba. Lo esperaba. Le argumenté.

            -Pablo, es que no me parece bien. Está muriendo gente, los casos siguen subiendo, la economía se hunde, mi agencia está sufriendo con la crisis, igual hacen recortes y me voy al paro. Y están mis padres, que son mayores, que no los veo porque viven fuera de Madrid, cierto, que yo por estar aquí no se lo voy a pegar, pero nunca sabes las carambolas que puede dar un virus… Pablo, me siento... me siento incívico, insolidario si entro ahí.

            Pablo continuaba callado. Y yo continuaba argumentando mi espantada.

            -Pablo, en ese ático debe haber, ¿cuánto? ¿veinte, treinta, cincuenta tíos? Cada uno de su padre y de su madre. Y ahí nadie va a mantener ninguna distancia de seguridad ni ninguna mascarilla en la cara. Ahí se van a acercar a meter mano, a meter boca, a meter la polla. Como alguno esté con el virus nos contagiamos todos. Debemos ser responsables, Pablo. Yo no quiero responsabilizarme del virus.

Pablo saltó. Me gritó. En susurro, para no alertar a los vecinos, pero me gritó.

            -¡Estoy hasta los cojones de que me responsabilicen! ¿Tengo yo la culpa de que haya virus? ¿Lo he inventado yo? ¿He traído yo el virus de China? ¿Voy pasando el virus a conciencia? Estoy harto de que me responsabilicen y castiguen.

            -Pablo…

            -No…

            Inútil intentar calmar o intervenir cuando se lanzaba.

            -No, lo siento, no puedo cargar con eso. Ya estoy harto de que me responsabilicen. No soy responsable de que haya una pandemia mundial. Bastante he hecho ya para acabar con ella. Que he estado encerrado meses, que he estado meses sin ver a mi familia, que he cambiado mi estilo de vida, pero ya. No quiero cambiar mi estilo de vida más tiempo del que lo estoy haciendo. O al menos quiero liberarme un día. Y eso no me convierte en un mal ciudadano. Que yo soy un ser comprometido con la sociedad, que tú lo sabes, que soy educador social, que yo veo a diario el daño del covid en la gente, que yo intento ayudar y aportar en lo que puedo. Pero ya.

            No había acabado. Solo tomaba impulso.

            -Además, qué criterios tienen las autoridades que te piden responsabilidad. Cuál es el criterio bueno. Dónde se pone. Por qué ahí. Porque ahora mismo podemos irnos de aquí, un chill ilegal para las autoridades, y marcharnos a la sauna sin ningún drama. ¿Prefieres ir a la sauna? Porque como lo consideran balneario sí está autorizado. Ahí si puedo ir en toalla metiendo mano y polla a la gente. No hay problema. Ahora, si voy a un chill en una casa, ya soy poco menos que un chino salido de Wuhan en un autobús del inserso. Pues no, mira. No. Ya estoy cansado, agotado, con la fatiga pandémica esa y con ganas de una fiesta, joder. Necesito un respiro para poder continuar luego con todas las restricciones sin matarme y sin matar a nadie. Y además, ¿por qué me voy a contagiar aquí y no en el puto metro en el que voy a diario? ¿o en el trabajo donde hay un contagio y siempre encuentran una excusa para mantenernos allí sin pcr, salvo para los jefes? ¿Por qué me voy a contagiar aquí y no en el bar donde hemos estado? Que estábamos todos sin mascarilla. Yo voy a entrar. Y si me pongo malo y si alguien se pone malo, espero que el hospital este listo para atenderme, que cumplan conmigo, que para eso pago impuestos.

            Creí que había terminado el alegato, pero faltaba el remate.

            -Y además, ¡con lo que me ha costado que me invitaran a esto! ¡Con lo que me ha costado convencer de que me dejaran venir, que no era ni poli ni periodista ni nada! Yo entro. Y tú también deberías. Recuerda cuando te llevé al Strong por primera vez. Todo digna al principio, todo escrupulosa… y luego no podías dejar de ir.

            Dejé de bloquear las puertas del ascensor. Pablo timbró. La puerta se abrió.

            El mismo puerta que podría recibír en el Kluster como taquillero y como segurata nos recibió allí: clembuterizado, barbudo, calvo, con chándal Adidas y con datáfano. Pagamos nuestros 25 euros, renunciamos a la copia, nos advirtió que nos echaba a la calle si sacábamos un móvil y cruzamos la puerta del recibidor para entrar del todo en aquel airbnb reconvertido en el Infinita por la pandemia, muy bien organizado.

            En un dormitorio, el más pequeño de los cuatro, habían habilitado un guardarropa gestionado por una señora en edad de morir por el virus que siempre que reparaba en ella, estaba fumando. Allí dejé todo, salvo los calzoncillos y los calcetines. Pensé que sería el más recatado de los asistentes, pero no: ya por el pasillo me topé con chicos con camiseta, chicos solo con camiseta, chicos sin camiseta, chicos sin nada y alguna mariliendres intrusa en bragas.

            En uno de los salones, el más amplio, un camarero definido y con arnés y calzoncillos de cuero servía copas. La primera, incluida en la entrada. La segunda y siguientes a 15 euros. Me pedí un gintonic, por envalentonar

            En ese mismo salón, en una esquina, vestido con vaqueros y camiseta con el logotipo de Levis y una mochilita a su vera del Pull and Bear, el camello. El trasiego de gente, lo breve de sus conversaciones, y el intercambio de papelitos por papeles lo pregonaba. Eso y que ese diván no estaba protegido por nada. Ni una sábana ni una manta lo cubría. Prueba de que ahí no pasaría nada, que se acotaba aquello para algo diferente a todo lo que manchara, al contrario que el resto de los dos salones comunicados entre sí: los sofás, las butacas, las mesas, las alfombras… todo resguardado por sábanas para evitar las salpicaduras.

            En el salón pequeño, donde unas parejas se pajeaban, donde un trío se besaba, donde un par charlaba, un tipo frenético y espasmódico manejaba un equipo de música. Podía tratarse de un dj o de un espontáneo. En todo caso, él controlaba la música sin letra, la música sin melodía, el hilo musical mecánico e indiferente que sonaba por toda la casa.

            Localicé el baño, los baños. Uno, pequeño, el que podría usar para lo obvio. Otros dos, grandes, con bañeras, con dos pilas, con chicos entrando de dos en dos o de más en más y abandonándolo con sonrisas y desencajados, con la polla y el culo mojado… esos baños nos lo quería franquear.

            Seguí explorando, contando los dormitorios. Uno, dos, tres, cuatro… todos llenos, todos con sexo con uno, con dos, con tres, con cuatro… todos con las puertas abiertas o entreabiertas para quien se quisiera unir, todos con luz tibia o apagada por si alguien necesitaba cierta intimidad.

            Regresé al salón y me asomé a la terraza. Tan grande como la principal estancia. Sin ninguna maceta, pero con una manguera. Con vistas a la plaza de España, al palacio Real y a un grupo de veinteañeros a carjadas y porros.

            ¿Y la cocina? No la vi en mi incursión. La curiosidad me podía y decidí buscarla, pero para ello debía atravesar un pasillo donde Pablo tonteaba con un musculado moreno sin un solo vello en ninguna parte de su cuerpo. Su estilo de hombre. Aplacé el descubrimiento de la cocina para más tarde. Ya ejercería de Colón cuando Pablo se metiera en algún dormitorio o en algún baño. Hasta entonces, me senté en un sofá del salón principal, frente al camarero, frente a las vistas, de espaldas a las mamadas, cerca inevitablemente de los gemidos y grititos revueltos con las música electrónica. Ahí me camuflaba: sorbiendo lentamente la ginebra para que me durara más y disfrazara mi inactividad. Y entonces, se sentó junto a mí el Señor Verga, el Señor Macho.

            Me debía sacar una cabeza. O más. O sea, que superaba el metro ochenta. Y me debía sacar una caja torácica. O sea, que tenía un pecho grande. Entre castaño y pelirrojo, entre hombretón y fondón, con el vello justo por el cuerpo y una barba florida en la cara. Se desplomó junto a mí. Con rostro de cansado o de colocado. Lanzó una pierna a la derecha, rozándome; lanzó una pierna a la izquierda, que no me rozaba; y dejo el centro para reposar su gorda polla, su generosa polla, ligeramente cargada hacia mí. Inevitable fijarse en su reluciente polla. El lubricante la debía haber abrillantado. Me miró, él, no su polla. Y me robó el gintonic. Bebió un buen lingotazo. Y me la devolvió. Sonriendo.

            -Hola

            Extranjero. Su acento se alejaba de los Pirineos. Correspondí a su saludo. Por urbanidad y porque carezco de xenofobia, me he liado con mucho guiri, con mucho inmigrante.

            -Hola.

            -Yo ‘Helenhost’. ¿Tú?

            Entendí ‘Helenhost’. Él se llamaría Phillip, o Sven,  o Lech, o Mustafá. Pero yo capté eso, algo similar fonéticamente a ‘Helenhost’.

            -José

            -Ah, José. ¿Tú no árabe?

            Yo moreno, yo barbudo, yo velludo, yo no árabe. Yo español no árabe. Mis padres y mis abuelos, de Extremadura de toda la vida y cristianos viejos.

            -Yo danés.

            -Ah..

            Ni Señor Verga ni Señor Macho: Señor Vikingo. Llevaba dos años en España. Trabajaba para una multinacional de aplicaciones o algo así. Había aterrizado en Madrid para algo de vídeojuegos, pero enseguida se marchó a esta otra compañía. Habían adquirido no sé qué programa para descuentos en supermercado que descaradamente robaba datos de los usuarios para seducirlos subliminalmente para ciertas compras. Vivía por La Latina, por la calle de Toledo, en un apartamento con un bonito balcón y claraboyas. La explosión de gas le había dejado un par de días sin agua caliente. Frecuentaba mucho los chills, le gustaba mucho el buen ambiente que se establecía entre la gente. A este en concreto ya había venido más veces. Muy bueno. Sumaba ya cerca de tres horas hoy en ese chill y ya se había follado a dos. Y aun aguantaría un buen rato para trajinar con alguno más. Que se había tomado una viagra y una raya y otra cosa, como las espinacas para Popeye. Y al virus no lo temía, porque si no se había contagiado después de saltarse confinamientos y toques de queda para folleteos como estos, no creía que se fuera a infectar ahora que se normalizaba la situación y ya inyectaban la vacuna.

            Tendría que haber tirado por la prensa y no por la agencia al acabar la carrera de periodismo. Toda esa información la obtuve en cinco minutos. Y podría haberle arrancado más si no nos hubieran interrumpido de repente. El grupo de la terraza había entrado en el salón, habían apagado las luces, habían sacado una tarta con velas, se habían arremolinado en torno a  uno de ellos, entre lo sexy y lo sexual, entre el aspecto de un polvo y el aspecto de un novio, y habían comenzado a cantarle el cumpleaños feliz. El cumpleañeros sonreía y les animaba.  Iba a soplar. Pero uno de sus amigos se lo impidió.

            -Espera. Uno, dos…

Comenzó a contar para llegar a la edad final. Y los otros colegas le siguieron. Las mariliendres con las tetas sueltas le siguieron. El camarero le siguió. El camello le siguió. El Señor Vikingo le siguió. Yo le seguí.

            -…Nueve, diez, once, doce…

            El que sostenía la tarta se hartaba. Los brazos le flojeaban

            -…Veinte, veintiuno, veintidós…

            Realmente esperaba no haberme confundido al situarlo en la veintena, porque aquello se volvía cansino

            -…Veinticinco, veintiséis, veintisiete.

            Se acabó. Sopló la vela. Aplausos, felicitaciones, enhorabuenas, abrazos, reparto del dulce. Y en esas, el cumpleañeros en el sofá, en el extremo que quedaba libre. Junto al señor Vikingo, con un trozo de postre en la mano.

            -Feliz cumpleaños, Shakirito.

            ¿Colombiano?

            -Gracias ‘Helenhost’.

            ¡Colombiano!

            -¿Y tú no me felicitas? ¿Qué poco agradable? ¿Qué poco empático?

            -Felicidades.

            Me apenó ese comentario. Que me juzgara de esa manera. Porque me atraía. Y deduje que ya nunca lograría una charla o un beso de él. Una oportunidad perdida. Sin más. Sin dramas. Una lástima.

            Le ofreció un poco del pastel al Señor Vikingo, él se terminó el resto, se limpió los dedos en su calzoncillo amarillo y se arrodilló delante de ‘Helenhosto’. Sacó su lengua y empezó a lamer los huevos del vikingo. Se agarró a mi pierna, un poco por debajo de la rodilla. Y a cada lamentón al cipote del otro, cada vez que con su lengua avanzaba con aquel nabo escandinavo que se empalmaba, él iba subiendo su mano por mí. Se movía por el muslo. Llegó al calzoncillo. Masajeó, magreó, me calentó. Agarró la prenda, quería bajarla para adentrarse en lo que ya quería salirse, en lo que ya no podían limitar mis gayumbos…

            -José, nos vamos, venga.

            Pablo.

            -Que tienes razón, que aquí hay mucho coronavirus, que esto es muy irresponsable. Venga, que se está muriendo gente.

            En mi excitación, me la sudaba quien se muriese.

            -¿Te vienes o te quedas?

            Con Pablo eso significaba: o te vienes, o como te quedes prepárate para el tormento que te inflingiré hasta que te redimas, además de la publicidad, de como en todos los chats con amigos rajaré de que por una mamada compartida expandiste un virus mortal a conciencia, y encima por un tío que tampoco vale nada y en una casa donde todos iban drogados.

            -Me voy Pablo.

            Me deshice de la mano de Shakirito, que ni se inmutó, que ni abrió los ojos para despedirse. Siguió en su faena. Ay, que corto es el amor y que largo es el olvido, que sabio Neruda, o Lope de Vega, que nunca me acuerdo.

            Antes de salir del salón, volví la mirada, cual Lot: alrededor de Shakirito y el Señor Vikingo ya había otros dos tíos más a los que el colombiano también se las estaba chupando, repasando una tras otra o mentiéndoselas todas de golpe. Por detrás de él, el mismo con el que tonteó Pablo le dilataba el culo con el pulgar para endiñarle la polla en nada.

           

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