YO Y EL CHILL Y ORGÍA CON CORONAVIRUS
Pablo
salió acelerado del ascensor. Sus ojos buscaron ansiosos la letra C. Y en
cuanto la encontró, corrió a la puerta, a llamar al timbre. Yo por el
contrario, seguía parado, junto al ascensor, bloqueando las puertas, deseando
pulsar el botón del bajo y abandonar aquel séptimo piso aun que estaba a
tiempo.
-Pablo, ve tú, yo no voy.
Se giró. Nada sorprendido. Me
esperaba. Lo esperaba. Le argumenté.
-
Pablo continuaba callado. Y yo
continuaba argumentando mi espantada.
-Pablo, en ese ático debe haber,
¿cuánto? ¿veinte, treinta, cincuenta tíos? Cada uno de su padre y de su madre.
Y ahí nadie va a mantener ninguna distancia de seguridad ni ninguna mascarilla
en la cara. Ahí se van a acercar a meter mano, a meter boca, a meter la polla.
Como alguno esté con el virus nos contagiamos todos. Debemos ser responsables,
Pablo. Yo no quiero responsabilizarme del virus.
Pablo
saltó. Me gritó. En susurro, para no alertar a los vecinos, pero me gritó.
-¡Estoy hasta los cojones de que me
responsabilicen! ¿Tengo yo la culpa de que haya virus? ¿Lo he inventado yo? ¿He
traído yo el virus de China? ¿Voy pasando el virus a conciencia? Estoy harto de
que me responsabilicen y castiguen.
-Pablo…
-No…
Inútil intentar calmar o intervenir
cuando se lanzaba.
-No, lo siento, no puedo cargar con
eso. Ya estoy harto de que me responsabilicen. No soy responsable de que haya
una pandemia mundial. Bastante he hecho ya para acabar con ella. Que he estado
encerrado meses, que he estado meses sin ver a mi familia, que he cambiado mi
estilo de vida, pero ya. No quiero cambiar mi estilo de vida más tiempo del que
lo estoy haciendo. O al menos quiero liberarme un día. Y eso no me convierte en
un mal ciudadano. Que yo soy un ser comprometido con la sociedad, que tú lo
sabes, que soy educador social, que yo veo a diario el daño del covid en la
gente, que yo intento ayudar y aportar en lo que puedo. Pero ya.
No había acabado. Solo tomaba
impulso.
-Además, qué criterios tienen las
autoridades que te piden responsabilidad. Cuál es el criterio bueno. Dónde se
pone. Por qué ahí. Porque ahora mismo podemos irnos de aquí, un chill ilegal
para las autoridades, y marcharnos a la sauna sin ningún drama. ¿Prefieres ir a
la sauna? Porque como lo consideran balneario sí está autorizado. Ahí si puedo
ir en toalla metiendo mano y polla a la gente. No hay problema. Ahora, si voy a
un chill en una casa, ya soy poco menos que un chino salido de Wuhan en un
autobús del inserso. Pues no, mira. No. Ya estoy cansado, agotado, con la
fatiga pandémica esa y con ganas de una fiesta, joder. Necesito un respiro para
poder continuar luego con todas las restricciones sin matarme y sin matar a
nadie. Y además, ¿por qué me voy a contagiar aquí y no en el puto metro en el
que voy a diario? ¿o en el trabajo donde hay un contagio y siempre encuentran
una excusa para mantenernos allí sin pcr, salvo para los jefes? ¿Por qué me voy
a contagiar aquí y no en el bar donde hemos estado? Que estábamos todos sin
mascarilla. Yo voy a entrar. Y si me pongo malo y si alguien se pone malo,
espero que el hospital este listo para atenderme, que cumplan conmigo, que para
eso pago impuestos.
Creí que había terminado el alegato,
pero faltaba el remate.
-Y además, ¡con lo que me ha costado
que me invitaran a esto! ¡Con lo que me ha costado convencer de que me dejaran
venir, que no era ni poli ni periodista ni nada! Yo entro. Y tú también
deberías. Recuerda cuando te llevé al Strong por primera vez. Todo digna al
principio, todo escrupulosa… y luego no podías dejar de ir.
Dejé de bloquear las puertas del
ascensor. Pablo timbró. La puerta se abrió.
El mismo puerta que podría recibír
en el Kluster como taquillero y como segurata nos recibió allí: clembuterizado,
barbudo, calvo, con chándal Adidas y con datáfano. Pagamos nuestros 25 euros,
renunciamos a la copia, nos advirtió que nos echaba a la calle si sacábamos un
móvil y cruzamos la puerta del recibidor para entrar del todo en aquel airbnb
reconvertido en el Infinita por la pandemia, muy bien organizado.
En un dormitorio, el más pequeño de
los cuatro, habían habilitado un guardarropa gestionado por una señora en edad
de morir por el virus que siempre que reparaba en ella, estaba fumando. Allí
dejé todo, salvo los calzoncillos y los calcetines. Pensé que sería el más
recatado de los asistentes, pero no: ya por el pasillo me topé con chicos con
camiseta, chicos solo con camiseta, chicos sin camiseta, chicos sin nada y
alguna mariliendres intrusa en bragas.
En uno de los salones, el más
amplio, un camarero definido y con arnés y calzoncillos de cuero servía copas.
La primera, incluida en la entrada. La segunda y siguientes a 15 euros. Me pedí
un gintonic, por envalentonar
En ese mismo salón, en una esquina,
vestido con vaqueros y camiseta con el logotipo de Levis y una mochilita a su
vera del Pull and Bear, el camello. El trasiego de gente, lo breve de sus
conversaciones, y el intercambio de papelitos por papeles lo pregonaba. Eso y
que ese diván no estaba protegido por nada. Ni una sábana ni una manta lo
cubría. Prueba de que ahí no pasaría nada, que se acotaba aquello para algo
diferente a todo lo que manchara, al contrario que el resto de los dos salones
comunicados entre sí: los sofás, las butacas, las mesas, las alfombras… todo resguardado
por sábanas para evitar las salpicaduras.
En el salón pequeño, donde unas
parejas se pajeaban, donde un trío se besaba, donde un par charlaba, un tipo
frenético y espasmódico manejaba un equipo de música. Podía tratarse de un dj o
de un espontáneo. En todo caso, él controlaba la música sin letra, la música
sin melodía, el hilo musical mecánico e indiferente que sonaba por toda la
casa.
Localicé el baño, los baños. Uno,
pequeño, el que podría usar para lo obvio. Otros dos, grandes, con bañeras, con
dos pilas, con chicos entrando de dos en dos o de más en más y abandonándolo
con sonrisas y desencajados, con la polla y el culo mojado… esos baños nos lo
quería franquear.
Seguí explorando, contando los
dormitorios. Uno, dos, tres, cuatro… todos llenos, todos con sexo con uno, con
dos, con tres, con cuatro… todos con las puertas abiertas o entreabiertas para
quien se quisiera unir, todos con luz tibia o apagada por si alguien necesitaba
cierta intimidad.
Regresé al salón y me asomé a la
terraza. Tan grande como la principal estancia. Sin ninguna maceta, pero con
una manguera. Con vistas a la plaza de España, al palacio Real y a un grupo de
veinteañeros a carjadas y porros.
¿Y la cocina? No la vi en mi
incursión. La curiosidad me podía y decidí buscarla, pero para ello debía
atravesar un pasillo donde Pablo tonteaba con un musculado moreno sin un solo
vello en ninguna parte de su cuerpo. Su estilo de hombre. Aplacé el
descubrimiento de la cocina para más tarde. Ya ejercería de Colón cuando Pablo
se metiera en algún dormitorio o en algún baño. Hasta entonces, me senté en un
sofá del salón principal, frente al camarero, frente a las vistas, de espaldas
a las mamadas, cerca inevitablemente de los gemidos y grititos revueltos con
las música electrónica. Ahí me camuflaba: sorbiendo lentamente la ginebra para
que me durara más y disfrazara mi inactividad. Y entonces, se sentó junto a mí
el Señor Verga, el Señor Macho.
Me debía sacar una cabeza. O más. O
sea, que superaba el metro ochenta. Y me debía sacar una caja torácica. O sea,
que tenía un pecho grande. Entre castaño y pelirrojo, entre hombretón y fondón,
con el vello justo por el cuerpo y una barba florida en la cara. Se desplomó
junto a mí. Con rostro de cansado o de colocado. Lanzó una pierna a la derecha,
rozándome; lanzó una pierna a la izquierda, que no me rozaba; y dejo el centro
para reposar su gorda polla, su generosa polla, ligeramente cargada hacia mí.
Inevitable fijarse en su reluciente polla. El lubricante la debía haber
abrillantado. Me miró, él, no su polla. Y me robó el gintonic. Bebió un buen
lingotazo. Y me la devolvió. Sonriendo.
-Hola
Extranjero. Su acento se alejaba de
los Pirineos. Correspondí a su saludo. Por urbanidad y porque carezco de
xenofobia, me he liado con mucho guiri, con mucho inmigrante.
-Hola.
-Yo ‘Helenhost’. ¿Tú?
Entendí ‘Helenhost’. Él se llamaría
Phillip, o Sven, o Lech, o Mustafá. Pero
yo capté eso, algo similar fonéticamente a ‘Helenhost’.
-José
-Ah, José. ¿Tú no árabe?
Yo moreno, yo barbudo, yo velludo,
yo no árabe. Yo español no árabe. Mis padres y mis abuelos, de Extremadura de
toda la vida y cristianos viejos.
-Yo danés.
-Ah..
Ni Señor Verga ni Señor Macho: Señor
Vikingo. Llevaba dos años en España. Trabajaba para una multinacional de
aplicaciones o algo así. Había aterrizado en Madrid para algo de vídeojuegos,
pero enseguida se marchó a esta otra compañía. Habían adquirido no sé qué
programa para descuentos en supermercado que descaradamente robaba datos de los
usuarios para seducirlos subliminalmente para ciertas compras. Vivía por La
Latina, por la calle de Toledo, en un apartamento con un bonito balcón y
claraboyas. La explosión de gas le había dejado un par de días sin agua
caliente. Frecuentaba mucho los chills, le gustaba mucho el buen ambiente que
se establecía entre la gente. A este en concreto ya había venido más veces. Muy
bueno. Sumaba ya cerca de tres horas hoy en ese chill y ya se había follado a dos. Y aun
aguantaría un buen rato para trajinar con alguno más. Que se había tomado una viagra y una raya y otra cosa, como las
espinacas para Popeye. Y al virus no lo temía, porque si no se había contagiado
después de saltarse confinamientos y toques de queda para folleteos como estos,
no creía que se fuera a infectar ahora que se normalizaba la situación y ya
inyectaban la vacuna.
Tendría que haber tirado por la
prensa y no por la agencia al acabar la carrera de periodismo. Toda esa
información la obtuve en cinco minutos. Y podría haberle arrancado más si no
nos hubieran interrumpido de repente. El grupo de la terraza había entrado en
el salón, habían apagado las luces, habían sacado una tarta con velas, se
habían arremolinado en torno a uno de
ellos, entre lo sexy y lo sexual, entre el aspecto de un polvo y el aspecto de
un novio, y habían comenzado a cantarle el cumpleaños feliz. El cumpleañeros
sonreía y les animaba. Iba a soplar.
Pero uno de sus amigos se lo impidió.
-Espera. Uno, dos…
Comenzó
a contar para llegar a la edad final. Y los otros colegas le siguieron. Las
mariliendres con las tetas sueltas le siguieron. El camarero le siguió. El
camello le siguió. El Señor Vikingo le siguió. Yo le seguí.
-…Nueve, diez, once, doce…
El que sostenía la tarta se hartaba.
Los brazos le flojeaban
-…Veinte, veintiuno, veintidós…
Realmente esperaba no haberme
confundido al situarlo en la veintena, porque aquello se volvía cansino
-…Veinticinco, veintiséis,
veintisiete.
Se acabó. Sopló la vela. Aplausos,
felicitaciones, enhorabuenas, abrazos, reparto del dulce. Y en esas, el
cumpleañeros en el sofá, en el extremo que quedaba libre. Junto al señor
Vikingo, con un trozo de postre en la mano.
-Feliz cumpleaños, Shakirito.
¿Colombiano?
-Gracias ‘Helenhost’.
¡Colombiano!
-¿Y tú no me felicitas? ¿Qué poco
agradable? ¿Qué poco empático?
-Felicidades.
Me apenó ese comentario. Que me
juzgara de esa manera. Porque me atraía. Y deduje que ya nunca lograría una
charla o un beso de él. Una oportunidad perdida. Sin más. Sin dramas. Una
lástima.
Le ofreció un poco del pastel al
Señor Vikingo, él se terminó el resto, se limpió los dedos en su calzoncillo
amarillo y se arrodilló delante de ‘Helenhosto’. Sacó su lengua y empezó a
lamer los huevos del vikingo. Se agarró a mi pierna, un poco por debajo de la
rodilla. Y a cada lamentón al cipote del otro, cada vez que con su lengua
avanzaba con aquel nabo escandinavo que se empalmaba, él iba subiendo su mano
por mí. Se movía por el muslo. Llegó al calzoncillo. Masajeó, magreó, me
calentó. Agarró la prenda, quería bajarla para adentrarse en lo que ya quería
salirse, en lo que ya no podían limitar mis gayumbos…
-José, nos vamos, venga.
Pablo.
-Que tienes razón, que aquí hay
mucho coronavirus, que esto es muy irresponsable. Venga, que se está muriendo
gente.
En mi excitación, me la sudaba quien
se muriese.
-¿Te vienes o te quedas?
Con Pablo eso significaba: o te
vienes, o como te quedes prepárate para el tormento que te inflingiré hasta que
te redimas, además de la publicidad, de como en todos los chats con amigos
rajaré de que por una mamada compartida expandiste un virus mortal a conciencia,
y encima por un tío que tampoco vale nada y en una casa donde todos iban
drogados.
-Me voy Pablo.
Me deshice de la mano de Shakirito,
que ni se inmutó, que ni abrió los ojos para despedirse. Siguió en su faena.
Ay, que corto es el amor y que largo es el olvido, que sabio Neruda, o Lope de
Vega, que nunca me acuerdo.
Antes de salir del salón, volví la
mirada, cual Lot: alrededor de Shakirito y el Señor Vikingo ya había otros dos
tíos más a los que el colombiano también se las estaba chupando, repasando una
tras otra o mentiéndoselas todas de golpe. Por detrás de él, el mismo con el
que tonteó Pablo le dilataba el culo con el pulgar para endiñarle la polla en
nada.
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