YO Y EL SUSPENSORIO BLANCO SIN USAR DEL SEXSHOP

 

            -Que no lo puedes devolver, que no te puedo cambiar el suspensorio.

            -Que te juro que no me lo he puesto, que no he hecho nada con él. Que no me ha dado tiempo a nada.

            -Tiempo sí has tenido.

            -Tiempo sí, pero no lo usé.

            -Eso no lo sé yo.

            -Pero si es dos tallas menos que la mía.

            Diez minutos ya de discusión y nada. En aquel sex shop, sex store, en aquel  lugar que ofrecía chapas de Gaysper o pinzas de metal para los pezones, ni se fiaban de mí ni se saltaban sus normas.

            -Qué pasa aquí.

            Apareció la autoridad. O quien entendí que debía ser el dueño o el encargado, o desde luego el dependiente de más edad y experiencia con su 50 pasados. El otro, el de menos, el veinteañero, el repelente jovencito escuchimizado de respuestas de teleoperadora de compañía telefónica, le informó con un tono que me describía como si fuera Cristina Cifuentes con una Olay, como José Antonio Avilés comprando un sofá, o sea, como un ladrón, un estafador, supuesto.

            -Quiere que le devuelva el dinero por un suspensorio que se compró hace ya días…

            -¡Se cruzó la nevada! ¡Se cerró todo! No pude venir antes. Causa de fuerza mayor. Madrid se declaró zona catastrófica, o eso quieren.

            Ni caso a mi protesta. El fiscal continuó.

            …o que le de un vale o algo, pero ya le he dicho que en cuanto el suspensorio sale de la tienda, no se admiten devoluciones. Ni de suspensorios ni de nada de ropa interior. Haya o no haya temporal histórico, pandemia universal o ambas cosas.

            -Eso es así.

            El dependiente mayor avalaba la adhesión a las reglas de su segundo

            -Pero si no lo he usado.

            Clamé.

            -Eso es lo que dices tú.

            El dependiente menor se estaba ganando mi deseo de que pillara unas clamídeas jodidas.

            -Confíad en mí.

            Supliqué.

            -Sí, sí…

            Ambos se miraron apoyando el escepticismo del uno y del otro contra mí. No creían la palabra de un antiguo montañero de Santa María, de un caballero español, del hijo de mi madre, de un miembro de la comisión ética de la asociación de agencias de comunicación: el suspensorio no se movió de la bolsa en la que me lo entregaron, no se lo había colocado nadie. Eso hubiera querido yo, para eso lo compre. Pero no: mi mirada de niño bueno, mi aspecto de hombre decente no les doblegaba.

            Opté por quedar como un idiota ridículo ante los dependientes y ante los fingidos clientes, porque obviamente, en los tiempos de Internet, esos dos tíos que rondaban la mesa con dvds porno no iban a llevarse ninguno, tan solo cotilleaban, tan solo aguardaban al salseo, dispuestos para ello a saltarse las distancias de seguridad de los tiempos del covid. Y yo les iba a proporcionar una historia que bien merecía arriesgarse a contagiarse.

            Saqué el móvil y les mostré la foto de un niño de veintipocos años: sin un solo pelo fuera de la cabeza, sin una sola capa de grasa, de oblicuos definidos y culito redondeado, sin camiseta, con tan solo un calzoncillo blanco de tela fina incapaz de ocultar el pollazo de aquel Nacho Vidal que me había agenciado. La imagen de la pantalla fácilmente podía pasar por uno de los póster colgados con modelos de ropa interior; o colar como uno de los carteles de las pelis pornos de Bel Ami. Todo un caramelito que con gusto habrían chupado los dependientes, que disfrutaron cuando amplié la entrepierna.

            -Yo estaba tonteando con este niño.

            Seguían sin creerme.

            -Un día me dijo que tenía la fantasía de hacerlo con suspensorios, que porque no compraba unos para él y follábamos. Unos blancos, que es su color favorito. Me pareció bien. No me excitaba verle en suspensorios, pero me excitaba él. Me lo pasaba bien con él y me lo pasaba bien en la cama con él. Quería amarrarlo. Así que vine a comprarlos la semana pasada, el miércoles, al salir del trabajo para dárselos, para usarlos el fin de semana, a última hora, ya cerrabais casi. Fui el último cliente, en cuanto salí, bajasteis la persiana. Y justamente en ese momento, me entró un mensaje, este.

            Volví al móvil, a pinchar en la conversación, a rebuscar el wasap donde me largaba y a exhibírselo a aquellos dos y a todo el que quisiera asomarse: “No estoy para ningún tipo de relación. Y solo sexo por sexo, no soy de esas personas. No siento la necesidad de ninguna de las dos. No creo que debamos vernos más. Suerte”.

            -Traté de convencerle para que intentáramos algo, o al menos engatusarle con el suspensorio para follar una última vez, o últimas, que me pone mucho como gime y lo lubricadito que tiene el culo. Me tiré todo el jueves a pico y pala. Pero no hubo manera. Por eso no necesito un suspensorio, y este menos, que debe ser como mínimo dos tallas más pequeñas de la mía. Qué hago yo con un suspensorio y de dos tallas más pequeñas. Yo lo habría devuelto el mismo viernes, pero cayó la nevada. Y hasta hoy no pude. Ni habíais  abierto, que la calle no se podía transitar.

            El dependiente mayor desplegó el supensorio. Comprobó la talla. Examinó mi cintura. Soltó el dichoso suspensorio en el mostrador. Se giró a su compañero y le despachó.

            -Ya me encargo yo.

            Aquel merecedor de una gonorrea se alejó a vender imitaciones de satisfayer a una italiana incapaz de cubrirse la nariz con la mascarilla. Me quedé solo con el otro vendedor. Ahora, el quitarme el suspensorio, el descambiar ese recordatorio de lo patético y arrastrado en lo que siempre me convertía por una ilusión, o meramente por un polvo; el recuperar mis euros, o un vale por no sé qué en aquella tienda de banderas gay y lubricantes para el fisting, dependía de aquel hombre que me evaluaba con la mirada, que radiografiaba mi honestidad. Aquel ‘maduro’ que sería dependiente, pero que antes era, claramente, maricón. Ni gay ni homosexual, no: maricón, no como insulto despectivo, si no como título de nobleza.

            Maricón criado, crecido, vivido en las familias en los que se disfrazaba como amigos a los amores; maricón de unos años en los que temían el positivo en las pruebas del Vih más que ahora las del coronavirus; maricón de los que vivían Chueca cuando era un barrio más de yonkis que de los Javis; maricón de los que follaron en cuartos oscuros reconvertidos en restaurantes de diseño hoy; maricón de los que se enamoraron creyendo que el amor romántico de Disney no les pertenecía; maricón de los retratados por Almodóvar en sus primeras películas; maricón de los de los dobles sentidos sexuales propios de las revistas extinguidas de Lina Morgan; maricón de los que ya habían practicado todo en la cama antes de los que se creen modernas y atrevidas por ponerle nombre inglés a antiguos juegos; maricón de los de sonrisa indulgente con los pecadillos de los demás; maricón de esos a los que la edad ya no les daba papeles protagonistas en el escenario gay y les aparcaba como a las actrices maduras en el teatro; maricón de una generación donde se valoraba que un tío fuera un cochino y no un cocinitas. De ese maricón de camisa estampada tropical dependía yo.

            -Yo te voy a dejar que lo devuelvas…

            Bien.

            -…Pero por uno de tu talla.

            Mal.

            -Te va a quedar estupendo. Tú eres una M grande, una M tirando a L. Tú debes utilizar la 40 o la 42, que este ojo no se equivoca. 

            O yo no me explicaba bien o aquella gente no entendía bien o el virus ese nos jodió más de lo que pensamos.

            -A ver…

            -Pablo

            -Pablo, estas cosas lucen muy mona cuando las llevan otros, como esos de ahí…

            Ahí: un póster con dos nenes en suspensorio, uno azul y otro naranja, uno junto a otro, donde cada uno atendía a la entrepierna del otro, sin tocarse con las manos, únicamente juntaban sus frentes, con sus bocas entreabiertas, mezclando su aliento, compartiendo aerosoles, gotículas… joder… ahora entendía a los tíos en un desfile de Victoria Secret’s… me relamí pensando en la paja que me iba a cascar más tarde rememorando la imagen y regresé a la pelea.

            -…pero, ¿cómo me va a quedar a mí?

            -Te va a quedar estupendo.

            -Pero es que no sé lo que hace, no sé ni para qué sirve. Cuando yo lo he visto puesto en otros, no sé muy bien lo que les hacía ni me interesaba. ¡Que yo se lo quitaba enseguida! ¡Se los bajaba con los dientes! ¡Jugando con la boca!

            Pablo río picarón.

            -Esto es como un fetiche, esto es como un slip o como un tanga, lo único que lleva la parte trasera al aire. Y esa es la cuestión, que lo lleve todo como debe ser, al aire. Esto, recuerda que se inventó para hacer deporte. Y luego lo hemos trasladado nosotros para otras cosas.

            Dejó el parapeto del mostrador, el centro del local, aquella zona de penes para follar y dilatadores para prepararse para ello. Se trasladó, yo siguiéndole, a la entrada, donde las tazas con el arco iris, las novelas de Egales y la ropa interior, o sea, suspensorios. Ahí paró. Ante decenas de ellos.

            -En suspensorios, la diferencia entre las marcas son los diseños la tira, los ribetes, la tela, la goma, que unas las tienen más ancha que otras.

            Pablo me instruía como mi madre cuando me aclaró la diferencia entre cocinar crema o puré, entre sopa de arroz y arroz caldoso. Y yo asimilaba igual: nada.

            - Estos de MrB tienen que quedar sexys, supersexy, como la braguita de una mujer. Este es el que tú te llevaste para tu muchachito. Este le tengo yo. Los de Addicted, que es algo como más ligerito, como más deportivo, más ponibles. Son muy bajitos de cintura, muy bajitos. Te van una tallita por encima de lo que suelas usar como ropa interior, porque no da mucha talla. En esa marca recomendamos una tallita más de lo que suele usar. Addicted tiene su línea convencional y la otra, ADFetish. Una es ropa interior normal y la otra es… sexy.

            Sexy significaba rojo, negro y azul intenso

            -En Bike la tela es un poco más finita. Sparta tiene diseños bonitos, pero en esto es una marca más, se les da mejor fabricar arneses. Barcode son los clásicos, son los que más se venden y tienes tanto de tira ancha como de tira fina y el tejido es mucho más tupido y mucho más resistente. Eso es para que le agarres del suspensorio para que no se te escape, para que te lo traigas mientras le das. Como las riendas de un caballo. En todo caso, lo importante es que las tiras aprieten, porque tienen que subir el culo, que es la gracia. Con la polla sujeta sin molestar, las tiras, la cinta, sube el culito y lo deja libre para que vengan por detrás… y zas.

            ¡Yo era el zas! ¡Yo solía ser el que sujetaba las riendas! ¿De qué me servía a mí aquello?

            -Pablo, esto es para pasivos y yo soy activo.

            -Déjate de tonterías, que esto es una cosa que te sirve, que lo tienes, y tenerlo no te va a hacer daño. Tómalo como para que te lo vean cuando te bajas los pantalones, para calentarlos.

            -Pablo, cuando me estoy bajando los pantalones, ya estamos los dos calientes. Y no me interesa que me vean los calzoncillos, me interesa que me vean otra cosa.

            -Tú eres muy ligerito de cascos. Me gusta.

            Metió la mano en el burro de los suspensorios, extrajo uno blanco con una línea negra en la huevera y me lo blandió.

            -Clásico. Como tú. Y comodísimo.

            Y empezó a simular cómo me quedaría. Colocándomelo sobre el pantalón. Tocando mi culo y algo más para enseñarme.

            -Aquí te lo enganchas así y te queda prieto de cintura. Tiene un poquito de forma como un calzoncillo. Como un slip. Y tú con esto ibas a estar guapo

            Aquello era Lorenzo Caprile corrigiendo un diseño sobre el modelo en ‘Maestros de la costura’. Concretamente, sobre mi… paquetito.

            -Normalmente, la polla y los huevos te quedarían apretados. Pero este suspensorio tiene una bolsita y te queda fenomenal. Te da mucha libertad. Te despreocupa. Todo va metido en un una bolsita. Todo lo metes aquí y todo va a salir hacia fuera.

            -¿Hacia afuera? ¿No va a quedar colgando como la trompa de elefante? Y tampoco tengo yo mucha trompa, a ver si va a hacer bolsa.

            Resopló. Miró a ambos lados. Y empezó a desabrocharse el pantalón con rapidez. Abrió lo suficiente con discreción. Para que ojeara.

            -¿Ves? ¿Queda colgando algo raro?

            No colgaba nada en esos suspensorios verde palmera a juego con el de su camisa.

            -No es cuestión de tamaño, es comodidad. Es como no llevar nada. Si esto está muy bien diseñado. Aquí en España, además. Que Addicted es de Barcelona. Todo Made in Spain. Venga, llévatelo.

            Dudaba.

            -A ti lo que te pasa es que no te ves con él. Te lo tienes que probar para que se te quite la tontería y te veas sexy. Ven.

            Avanzaba hacia el final de la tienda, hacia una sala tras un par de columnas.

            -Cámbiate aquí. No entra nadie. Y el cliente que cruza, no se escandaliza.

            Me rodeaban amarres de madera para pies y manos, arneses para testículos con correa, cucharones para aplicar cera hirviendo, cuerdas como sogas de marinero… deje la inspección cuando me asustó imaginar cómo se usaba una varita uretral de acero inoxidable. Y me di cuenta de que ya me lo había puesto cuando Pablo me piropeó.

            -Guapísimo.

            No sé si tanto, pero no me disgustaba. Lucía… rico. Acostumbrado a mis rutinarios boxers holgados de tela de H&M, aquello me elevaba. Me sentía especial. Eso sí, esto no me atrevía a tenderlo de momento en el patio de vecinos.

            -¿Ya no protestas, eh? ¡Cómo conozco yo al personal!

            Me reí. Indagué.

            -¿Siempre has estado en esto?

            -Llevo años. Hubo un tiempo en el que estuve poniendo copas. Pero no hay tanta diferencia con esto. Todo lleva a lo mismo. A vender sexo. Porque tú lo que estás comprando es sexo, las ganas de tenerlo o mejorarlo.

            Cierto.

            -Pablo…

            -¿Sí?

            -En el escaparate hay unos pantaloncitos cortos, como esos de los que llevan algunos al gym, con los que salen a correr, que apenas cubren lo justo del muslo, lo que da para que no se vea la polla, como con los que sale Santiago Abascal en el monte en su instagram…

            -Los shorts.

            -Sí, esos. ¿Podría probármelos? Eso sí que te reconozco que siempre me llamaron la atención. Siempre fantaseé con…bueno… con… para…

            Me mandó callar.

            -No hay que explicar nada. Con un short estarías sexy. Apretando a la pierna si te gusta. Marcando paquete.

            -Mal vamos, que yo no tengo paquete. Que cada uno tiene sus limitaciones. Que yo no tengo los cuerpos de los catálogos.

            Nuevamente me mandó callar.

            -Escúchame: juega, disfruta y olvídate. ¿No has aprendido nada del bicho? ¿Para esto hemos tenido una epidemia? ¿Para seguir con los mismos miedos tontos a disfrutar la vida y sus locuras?

            No podía objetarle nada. Porque tenía razón y porque medio desnudo con el culo al aire carecía de autoridad.

            -Si te llevas el short te lo dejo a mitad de precio.

            Sabía vender.

            -Hecho.

            -¿Te traigo el negro de rejilla?

            -El de rejilla no.

            -Qué clásico.

            -Tráeme el azul con los bordes blancos.

            -Ese tiene una textura que cada vez que te roza la polla, te entran ganas de pajearte. Vas a acabar seco.

            Y así, nada más acabar el confinamiento, lo primero que hice fue salir a devolver un suspensorio y regresé a mi casa con un suspensorio y unos short que no he utilizado. Pero también compré relleno de empanadilla durante el aislamiento y ni he preparado ni voy ni sé preparar empanadilla.

Comentarios

Entradas populares