YO Y EL COCINITAS DE BARRIADA

 

Hay que reconocerlo: son anchas las aceras de ese bulevar de extrarradio. Tan amplias ellas y tan recién plantados los plátanos de sombra, tan poco crecidos y tan poco frondosos, que al mediodía te torrabas de calor en el paseo desde la parada del bus verde hasta la casa de Gonzalo. Nada ocultaba o mitigaba a aquel sol de agosto. Llegaría con el vino calentorro y yo sudado. Siempre arribaba a esa casa mojado: o bien humedecido mi capullo de fantasear con él, o bien con la espalda y los sobacos exudando por el calor, o bien calado por una lluvia de la que no podía guarecerme en aquel paseo sin bares con su toldo o chinos con su toldo o lo que fuera con toldo. Nada.

 

            Ojalá Gonzalo se hubiera comprado el piso en la civilización, o sea, dentro de la M30, o sea, por Malasaña, Embajadores, Guindalera o incluso la Vaguada. Pero no: se hipotecó en Getafe. Nació allí y con el préstamo concedido por el Santander sólo podía adquirir la casa que soñaba allí. En Chamberí o en Chueca multiplicaba el precio y dividía los metros. Así, en un PAU con calles dedicadas a glorias nacionales recientes como Rafa Nadal o Iker Casillas, encontró su hogar: dormitorios para colchones ‘kingsize para maromos de todo tamaño y todo tipo de posturas; salón para sexo grupal y fiestas de eurovisión; terraza para aplaudir sanitarios y tomarse un gintonic; piscina para tomar color para evitar presentarse blanco en La Complutense; trastero para guardar los zarrios del Orgullo; y una plaza de garaje en la que aparcar el Golf con el que se trasladaba al Vivagym y el Carrefour más cercanos, como a 5 kilómetros por el arcén.

 

            Yo me dirigía allí, por cuarta vez ya, por cuarto fin de semana, con el ansia de bajarle el pantalón a Gonzalo o de que él me lo bajara a mí. Con la aspiración de utilizar la cama, el sofa, la alfombra, la bañera o el felpudo, a mí me daba igual. Yo buscaba follar con aquel chico refinado con aspecto de guarro en el sexo. Por eso excursionaba hasta allí, fuera de mi zona del abono de transporte: para agarrarle del cuello y llevármeloa la boca, para lamerle los pezones mientras le metía el dedo por el culo, para comerle los huevos peludos, para endiñársela al tiempo que le mordía la nuca, para descargar mi leche en su cara… pero nada. Cada viaje a su casa se limitaba a critica a Isabel Díaz Ayuso y a servirle de pinche de cocina, a que me disertara sobre recetas y técnicas culinarias. Tres veces perdiendo sábados enteros en Getafe, hoy podría tocar la cuarta, para sentirme como un espectador del blanco Masterchef, ni siquiera para considerarme comensal de la pícara La Última Cena.

 

            Porque Gonzalo empleó la pandemia, el confinamiento, en perfeccionar, o directamente aprender, a guisar. Y justo en ese momento lo conocí yo por grindr. Y para trabajármelo, le di conversación por ese flanco. Gané su aprecio por mi fingido interés por sus avances y sus problemas en los fogones y en los hornos. Yo me invitaba a su casa en el futuro para ‘comer’ y ‘tragar’ lo que me ofreciera como cobaya y catador. Y él reía y me envidaba con lo propio con el postre con el que yo le convidara. Y con el doble lenguaje presente creí que pillaría lengua, pero no. Pillé arroz. Blanco. Y un discurso sobre la importancia y lo complicado se su cocción

 

            -El arroz tiene mucho que decir, parece algo fácil e insípido, pero no lo es y por esto es uno de los platos más complicados. No lo subestimes, querido amigo. Es  el tipo de plato que tus comensales, casi con total seguridad, criticaran porque todo el mundo tiene algo que decir del arroz: “ En mi casa se le echa Avecren”, “En la mía se cuece con caldo”, “ A mí me gusta al dente”, “ Yo  lo prefiero más pasado””. Y así en un sucesivo bucle de comentarios claramente maliciosos. Tienes que sonreír y tragarte todos sus improperios sin rechistar, como te han enseñado,  porque  te están diciendo que lo estás haciendo mal y que no sabes hacer arroz, algo tan simple que los niños de Masterchef lo hacen a la perfección y tú, ese hombre, soltero y con excelente buen gusto ¡NO!. Y esto es devastador porque el arroz es como la política o la religión, pero mucho más peligroso. Parece intrascendental, no obstante no lo es. Es tan importante, como ser de derechas o de izquierdas, ser creyente o no. Para muchos podría ser un atentado si lo haces mal, te verían como una especie de yihadista que ha venido a matar cristianos. Por lo que el arroz, es y será siendo un debate nacional al que tarde o temprano te enfrentaras, ya sea con tu madre, tu pareja, tus amigos, tu suegra, tu vecina, con la panadera. No importa con quién, pero pasara y si no tienes ni idea de hacerlo, en ese instante todo el mundo pensará que eres un monstruo, un crápula, alguien que no es de fiar porque el arroz, como ya te dije, tiene mucho que decir, es un ente por sí sólo, una especie de deidad. Nunca lo subestimes.

 

            Yo, por preparar arroz entiendo calentar el vaso de plástico del ‘Brillante’. Me sobraba la perorata. Pero la soporté como quien paga un peaje: porque de alguna manera le compensa o compensará. Pero no. Como tampoco me cundió el aguantar su discurso sobre las lentejas.

 

- Empecé a hacer lentejas en pandemia, como tantas cosas, nunca pensé que tendría tiempo ni ganas de hacerlas. Me parecía un plato difícil de cocinar porque recordaba a mi madre utilizando una olla exprés  para guisarlas, que las echaba chorizo o algo similar, ya no recuerdo bien, y las ponía a remojo veinticuatro horas. Toda esa logística, en prepandemia, me parecería algo impensable. Yo o las comía  en casa de mis padres o en alguna parte Castilla, cuando te vas de finde rural y te crees que por comer eso eres más de la tierra, aunque lo único que eres es un gilipollas de ciudad. Pero eso era antes del Covid, eran otros tiempos, antes  de que todo cambiara, ahora no tenía nada mejor que hacer y pensé: “Venga, ahora sí o sí, llama a mamá y que te diga la receta”. Después de 30 minutos de explicación, me di cuenta que no iba utilizar la olla exprés, no quería morir por una explosión, y menos haciendo lentejas, ni tenía la mitad de ingredientes. Pero me dije que había venido a jugar. Les puse una cebolla, tomate, pimiento, agua, pimienta, sal, pimentón, un pelín de curry  y  mucho amor… bueno, esto  último ni de coña… y las deje cocinándose más dos horas. Creo que esa fue la clave, cocinarlas a fuego lento y sin estrés, mientras me bebía una cerveza y pensaba que lo de estar confinados no eran tan malo. Es un plato que nadie ha comido, sólo yo, y pensé que tal vez se quedaría así, para recordar lo feliz que llegué a ser esos días de aislamiento. Hasta que te conocí. Que me dije: “Voy a cocinárselas a José”.

 

Un sábado sí que creí que se bajaba el pantaloncito corto, que se quitaba la camiseta ajustadita, que se subía encima, que me cabalgaba… cuando fracasó con la lombarda, para compensarme. Pero nada. Se excusó. Por no cumplir. Con la lombarda.

 

-Llegué al supermercado, vi una balda que llamo mí atención, una que tenía una pila de lombardas gigantes y pensé en las cenas de navidad con la lombarda con piñones acompañada con un asado que hacia mi madre. Otra vez, como tantas, mi imaginación me engaño. Yo no podía hacer ese plato. Lo supe cuando me puse manos a la obra. Una lombarda gigante no es fácil de partir ni de cocinar y menos cuando no tienes un hacha para cortar ese engendro. Si sólo tienes un cuchillo ‘profesional’, estas en la mismísima perdición, pero yo me siento cómodo ahí, con lo que conseguí cortarla, no sin destrozarme las manos. Pero eso no era lo peor, el problema vino con el color morado de la lombarda que tiñe todo lo que toca, como los trapos de cocina, la tabla de cortar, la ropa, las manos. Llego un momento que parecía el teletubbie “Tinky Winkie”. Además, tuve que cocer varias ollas de lombarda que sólo podrías consumir si prepararas una comida de doce comensales y entonces dices: “¿Qué hago?”.  Y piensas: “Internet”. Y buscas recetas, y lees, y vuelves a buscar, y encuentras ‘La Receta’, esa que es fácil y con pocos ingredientes. Y la haces y cuando la pruebas sabes que has hecho una basura, que si estuvieras en Masterchef te echarían sin miramientos y tirarían tu plato al suelo, eso que no lo comería ni un cerdo hambriento. Y ahora voy a guardar en el congelador  un tuper para confirmar lo fracasado que soy y para que cada vez que lo abra lo recuerde.

 

Fracasado me sentí ese día yo también. Y ahora, a punto de salir del ascensor, a punto de entrar en la casa, me palpitaba en el corazón y en el cerebro, y en la pinga, lo mismo que me invadía cinco minutos antes de que comenzara el sorteo de Lotería de Navidad: me quedaría igual, o no, pero sí, me iba a quedar igual. O no, pero sí. Lo único seguro, la parrafada pertinente sobre el cocinado. En efecto.  

 

-Volví a hacer arroz. Sin pensarlo, sólo surgió. Me vi envuelto en una locura de botes de conserva  y utensilios de cocina. Empecé a cortar la cebolla y la eche en la cacerola, hasta que se pochó. Luego el arroz y a partir de aquí, judías verdes, alcachofas y espárragos verdes. Quería hacer un arroz ‘veggie’, como los de Instagram. Después eche un caldo en tetrabrik, estaba caducado, pero era ultraprocesado y eso nunca caduca, eso dicen. Además, yo he venido a jugar, por lo que lo utilice sin miramientos. Me sentí cono si estuviera en una timba y jugara a la ruleta rusa, pero estaba en mi cocina de barrio de periferia. Parecía que todo iba bien, que fluía. El sabor era bueno y el arroz cocía lentamente. Estaba feliz. Lo iba probando poco a poco y le echaba más caldo a medida que se consumía. Cuando le quedaban dos o tres minutos para que estuviera en su punto, le eche todo el caldo que quedaba. Y eso tenía pinta de sopa y para que  no lo pareciera, lo dejé más tiempo de cocción. No fue buena idea. Se pasó y el arroz absorbió todo el caldo. Simplemente fue un fracaso. Como tantos en mi vida. Pero…

 

¿Pero?

 

-Pero llamé a Jordi para ver qué hacer, qué hacerte para que el viaje no te fuera en balde, para no decepcionarte…

 

¿De verdad no se me notaba lo que me alegraría?

 

-…y se vino para cocinarnos.

 

Detrás de Gonzalo apareció el gemelo bajito de Ignatius Farray, pero sin acento canario ni sentido del humor. Un tipo que examinó mi botella de vino extremeño con la suficiencia propia de un snob catalán independentista, ¡y era de Castellón, de un pueblo, de Vall de Uxó. Un petulante que según Google, lo ‘stolkeé’ más tarde, había cursado estudios relacionadas con el oficio de chef, barman, barista y enólogo, pero del que no supe dar con aquello a lo que se dedicaba, con lo que se ganaba la vida, con lo que pagaba facturas, de lo que no podía colgar fotos en instagram ni presumir en su linkedin.

 

-Jordi nos ha improvisado unos ñoquis de calabaza con esencia de tomate y yogur de foie.

 

Al margen de dudar sobre lo comestible de eso, me planteaba si aquello terminaría en trío.

 

-¿Sabes, José? A Jordi lo conocí con la pandemia. Me encantó con todo lo que sabe de la gastronomía, de las historias de ese mundo, de los restaurantes… ¿Sabes que ha comido en todos los estrella michelín de España?

 

El Jordi sacó más pecho palomo por pagar 200 euros por un menú, que el que nunca mostraron los turcos que descubrieron la vacuna contra el coronavirus.

 

-Claro, a un experto como Jordi, ¿cómo iba a salir con él sin mejorar  en la cocina? Tenía que ponerme a ello. Y alguien tenía que probar mis platos porque yo podía no darme cuenta de errores y tal. Así que te quería dar las gracias, José. Te las quería dar hoy con una comida de nivel. Y mira, así ha sido, aunque no te la haya cocinado yo.

 

Y besó al ‘pepe rodríguez’ de camiseta de decathlon y pantalón corto del primark. Con aquello me quedaba claro que hoy no me corría lejos de casa. Un motivo más para seguir odiando, repeliendo, rechazando la cocina. Seguir repudiando los amores a  fuego lento y apreciando el sexo rápido.

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