ÉL Y EL CHAPERO CELADOR

 

El auxiliar preparaba el algodón para taponarle el culo al cadáver. La enfermera retiraba las sondas. Y Daniel pensaba en cuánto resistiría el hueso de un dedo, del índice, por ejemplo, antes de romperse, antes de resquebrajarse. Y cómo sonaría. ¿Como el crujir de los nudillos? ¿Cómo partir un lápiz? ¿Cómo doblar un palo? Querría averiguarlo. Tal vez podría comprobarlo cuando se llevara al muerto en la camilla a la morgue. Allí, solo. No tendría porqué enterarse nadie. Al viejo no le autopsiarían. Ya sabían todos qué lo mató. Pero igual la familia se percataba. Igual le tomaban de la mano para despedirse y les extrañaba la extremada flacidez de sus falanges. O no. Porque los difuntos se entregaban ya preparados en la caja. Pero entonces podría descubrirlo el de la funeraria. Definitivamente, no: no le quebraría el hueso ni a ese ni a ningún fiambre hasta que no se sintiera bien cubierto, protegido. 

            Eso sí: debía planearlo pronto, porque no aguantaría mucho como celador. La habían bastado tres días para darse cuenta. Tres días de recadero de medicinas e historiales para los médicos, tres días empujando sillas con viejas, tres días avisando de baldosas rotas, tres días regresando a su casa oliendo a enfermedad. Tras la experiencia había decidido continuar de chapero. Le proporcionaba mayor salario, más libertad y ningún asco.

            No recordaba su primera vez, la primera vez que se prostituyó. Y no hacia tanto de ello. Unos ocho meses ya. Poco después de Reyes. La fecha exacta la olvidó. Como el primer cliente. ¿El calvo barbudo de Extremadura de paso por Madrid o el farmacéutico casado de Las Rozas? No caía. Sí se acordaba del primer anuncio que escribió en la web de chaperos, en ‘pasion.com’. Lo reescribió tanto, lo masculló tanto lo calculó tanto buscando las palabras correctas para que atrayera al mayor número de puteros posibles, que lo recitaba de memoria, como un niño recita una oración aprendida en la catequesis: “Niñato negro nuevo. Cañero y 100% versátil. Cariñoso y juguetón. Dispuesto a divertir con discreción y complacer tus fantasías. Trago. Muy lechero, buen rabo y culazo. Sin sitio. 18 años”.  Añadió una foto desnudo empalmado y otra tumbado mostrando su trasero. Cobró cien euros por una hora. En su último curro, antes de probar como puto, empaquetando regalos del Primor, en Navidad, ganó siete euros la hora. 

 

            Daniel no se acercó a comer pollas por dinero únicamente, no le impulsó una necesidad extrema. Le animó más la curiosidad, mucha. ¿No hay gente que tenía curiosidad por el subir en globo? ¿no hay gente que tiene curiosidad por montar a caballo? ¿No hay gente que tiene curiosidad por el anime? ¿no hay gente que tiene curiosidad por las margaritas? ¿no hay gente que tiene curiosidad por las tartas de queso? ¿No hay gente con curiosidad por viajar a Málaga? ¿No hay gente con curiosidad por las elecciones estadounidenses, por los asaltos al Capitolio de allí? Pues él vicheaba por cómo sería la prostitución.

 

            Al final, aquello carecía de misterio. Resultó como follar con tíos. Follar con diversión. Follar con dinero. O sea, Follar con tíos, divertirte y sacarles pasta. Y todos, tíos mayores. Y a él le gustaba hacerlo con mayores. Así que fue empalmando uno detrás de otro. Tampoco tantos: en apenas dos meses se agenció una cartera de puteros  con dinero, o dispuestos a gastarlo en él, y retrasó el aceptar nuevos clientes. Los primeros ya le llamaban con suficiente frecuencia. Se los había ganado. Con lo previo y posterior al sexo, más que con el sexo mismo: con mimo, con palabras, con afecto, con calor, con atención, con dedicación, convenciéndoles de que no solo servía para follar, de que no solo les atendía por decenas de euros, sino que también les estimaba por su cuerpo o por su conversación, de que aquellas corridas trascendían a una relación de confianza, de que los consideraba amigos y mentores, de que verdarderamente le atraían y que hasta podría enamorarse de ellos, de lo especial de su trato. Mentira. O media verdad. Destinada a ellos para camuflarse y no reconocerse como puteros. Y destinada a él. Para enmascarar que era la puta de ellos.

           

            Indiferente en todo caso la veracidad de aquello. Ambas partes lo deseaban verosímil. Lo aceptaban. Les convenía. Pactaban tácitamente esa realidad inventada. Y para que les resultara más fácil engañarse, alejarse de la verdad del pagar a un frío puto y acercarse a la ficción de tratar con un amigo cálido, Daniel se apoyaba además en su ropa. Nada de vestir ajustado, nada de presentarse medio desnudo, nada de pretender imitar a un actor porno o a un tronista. No. Totalmente normal, informal. Como iría un estudiante de bachillerato, de primero de carrera. Tanto por fuera como por dentro: nada de suspensorios y nada de Calvin Klein. Calzoncillos de Zara con flores, del HM con dibujos. Juvenil, alejado del estereotipo del joven chapero. Juvenil, como le excitaba a sus maduros clientes.

 

            Los puteros le encontraban por páginas como ‘Telechapero’. Le escribían un correo o le enviaban un wasap a una dirección y un teléfono paralelos, exclusivos para su negocio. Ahí acordaban el lugar o el fetichismo pertinente. Más de un pajillero telefoneaba para zurrársela mientras le detallaba lo que harían en la cama. Detestaba esas llamadas. Le parecían asquerosas y mareantes, como los que forzaban negociar el precio. Y el precio no se negocia. Inamovible al respecto: Nadie regateaba con el panadero precio de una libra, nadie regateaba con el librero el precio de una novela, pues nadie debía regatear el precio de sus servicios, consideraba. Y sin embargo, un buen número intentaba rebajar. Todos españoles. Los extranjeros, los holandeses, los alemanes, los belgas, los suizos nunca mercadeaban. Y les parecía barato. Igual emigraba una temporada. Para hacerse una buena hucha y pensar en algún negocio.

 

            Pero por ahora vivía en España y las tarifas se amoldaban al país, a la capital. 100 por una hora. 50 por media, 300 una noche. De entrega absoluta en ese tiempo y de practicar lo que y cuanto resistieran. Y en el rol que les complaciera. Si lo cabalgaban como pasivo, su papel en el sexo extralaboral, se practicaba la lavativa. Si le pedían que cabalgara como activo, se tomaba la pastilla de viagra. Todo por el cliente. Incluso aceptar joder a pelo. No le preocupaba. Contaba con la Prep. Eso sí: el añadido traía recargo. 50 euros más.

 

            En general los puteros no solicitaban mucha rareza. Todo muy normal hasta ahora. Incluso anodino. Solo particularidades. No le sucedió nada especialmente atípico, anormal. Para él, para su experiencia, para su entender, para su empatía con aquellos hombres. Si rememoraba, apenas apuntaba un puñado de extravagancias notorias: los cincuentones a los que solo se la chupaba porque no se le empalmaba bastante para meterla; los que se drogaban y dopaban con todo lo que pudieran pillar, de mefe a coca; alguno colocado que le asustó porque se quedó grogui en pleno trajín sin saber si por drogas o sueño;  el cuarentón que le tuvo una hora desnudo cambiando de pose mientras solo le contemplaba, sin pajearse ni nada; el que le daba una propina de 50 euros; el casado de Majadahonda que tras lefarle la cara le detallaba las extraescolares de sus tres hijos; el que le marcaba con chupetones en cuanto dejaba el cuello al descubierto; el que llegó con hambre, pidió una pizza al Dominos y se la zampó a bocados al tiempo que le embestía… Con ese se descojonó vivo aquella tarde. Y últimamente, lo más peculiar, el tío que no se quitó la mascarilla, no quiso follar y solo quería que se la comiera muy lentamente, muy despacio. Le estuvo chupando la polla durante cuarenta minutos. Y hubiera podido seguir otros cuarenta más. El sesentón controlaba cuándo correrse. Pero Daniel se hartó y le exigió que se corriera ya. En su boca si le apetecía, pero ya. Básicamente, todo muy normal. Básicamente, gente maja. Salvo uno.

 

            El peor debía rondar los setenta años. Capaz de triscar sin problema. De mirada turbia. De carácter nazi. Le gustaba degradar. Con insultos: zorra, puta, la puta más puta, guarra, hija de perra, cabrón, cerdo, mamonazo. Con órdenes: come la polla ya, chúpala con gusto, que te vea, sigue dando, abre tu culo ya, arrodíllate cuando yo te lo diga. Con violencia, física: le cacheteaba las nalgas en sus entradas y salidas con fuerza, traspasando la ira del sexo; le abofeteaba la cara mientras sin medida, más allá de lo consentido mientras le felaba. Ahí Daniel le paró. Le advirtió de que si repetía aquello, le devolvería la hostia. Su cliente frenó. Se masturbó encima de las mejillas rojas. Se marchó y desapareció.

 

            Ese día se sintió fuerte. Ese día se quiso por su actitud y decisión. Se quería más desde que ejercía de prostituto. Le había mejorado la autoestima respecto a su físico en esos meses. Antes se consideraba feo, después de enganchar a decenas de hombres con un par de fotos en un anuncio, no. Después de atraerlos entre centenares de chicos objetivamente más sugerentes, no. Después de los comentarios de sus clientes destacando su cuerpo, no: que si culo sabroso, que si labios feladores, que si pezones como monedas, que si piel canela, que si polla como cubata, que si huevos de toro, que si ojos de pantera…

 

            Otros comentarios le encabritaban, Otras observaciones le encabronaban. Había recibido varias envueltas en piropo: “Pensé que ibas a oler fuerte”, “tú no eres español, pero no tienes acento, no pillo de dónde eres”, “tienes una polla normal para ser negro”, “no eres muy musculoso para ser negro”, “tienes un ese pelo muelle gracioso”, “tú eres de aquí, pero tus padres no, ¿verdad?”, “yo prefiero los negros más que a otros inmigrantes, son mejor gente”, “¿eres negro del todo?”, “en España no tendrás problema, aquí no hay racismo”, “el próximo día podemos jugar a que yo soy tu amo y tú el esclavo”  “el próximo día podemos jugar a que yo soy tu amo y tú el esclavo”. Nunca había un próximo día tras ese tipo de frases. Y no hubiera habido nada si las hubieran pronunciado antes de pagar, antes de follar. Pero siempre llegaban después.

 

            Llegaban en esa conversación postcoital, dentro de su campaña de fidelización del cliente, donde con dulces sonrisas, donde con arrumacos verbales pretendía que su putero se aficionara a él. En ese momento en el que, consciente o inconscientemente, jugaba a ser ‘Pretty Woman’ o ‘Gloria Delgado’ o Melania Trump o Esther Doña o cualquier novia de Flavio Briatore. O sea, engatusar con malicia a un hombre mayor, bueno o malo, que le mimase y le consintiera. Uno que le regalase ropa, que le invitara a cenar, que lo llevase de vacaciones. Un viejo al que engañar o que se engañara. Que le pagara eternamente con gusto y sin dolor por pasearle del brazo y meterle el dedo en el culo. Un pelotazo. Un ‘sugardaddy’.

 

            En estos meses de chapero, algo cercano a eso había cazado. Un periodista de televisión pillado al que le sacaba comidas en restaurantes elevados por alguna mamada ocasional; o el propietario de diversos locales en la calle de Velázquez de Madrid que le compró toda una colección de camisas de El Ganso por quedarse a dormir con él. Poca cosa. Nada de aquello a lo que soñaba y nada que le incomodase moralmente. Al contrario. Cuando atrapaba a algún viejo, cuando ilusionaba a algún putero, cuando les chantajeaba por su cariño sin que ellos, aparentemente, repararan en ello, se sentía como un vengador, como un justiciero, como un ‘Curro Jiménez’, como un ‘Robin Hood’ que se aprovechaba de los hombres como ellos se habían aprovechado durante siglos de las mujeres. Ciertamente, hombres como él. Pero hombres blancos con dinero. Lo que no era  él.

           

            Todo esto se lo callaba para él. No lo contaba a nadie. Le gustaría. Para que le conocieran mejor los demás. ¿Acaso la gente no abría su vida, su profesión y aficiones, para que los demás supieran quiénes o cómo son? El querría. Pero sujetaba ese impulso. Auguraba las consecuencias. Juzgado y sentenciado. Y siempre condenado, manchado, señalado. Tanto por los tolerantes como por los intolerantes. Unos por buenismo y otros por maldad. Unos por tradicionales y otros por liberales. Pero siempre comidilla, siempre chascarrillo, siempre monotema. Siempre enjuiciado por algo de lo que no había nada que valorar. Por una mera transacción. Por un intercambio de dinero a cambio de un ejercicio físico. Un bizum de segundos por un dedicación de unos minutos. Solo eso. El prejuicio, de unos y otros, era un añadido moral de los demás. La moralidad de los demás le sudaba los cojones, pero no deseaba verse escrutado por ella sin quererlo ni necesitarlo. Y además, cargando con su veredicto, de gente que no le importaba.

 

            La única que le importaba era Mati, su hermana. Vivía con su cuñado, con su sobrino de dos años y con ella. Tampoco a ella se había sincerado, pero algo debía inventar. Había pasado de llorarle por dinero para tomar unas cervezas con los amigos a reírse bailando el 'Just Dance' con una switch de 300 euros delante de ella. Se lo justificó con la excusa de una apuesta en el Codere. Valió para aquella ocasión, pero no podía sostener con el juego ocho meses sin ningún agobio de pasta y sin un empleo. Necesitaba un trabajo para blanquear los ingresos de la prostitución. Por eso aceptó el puesto de celador cubriendo una baja que le había encontrado su cuñado. Por eso y para no parecer un ‘nini’. Pero ni le gustó, ni cobraba bien, ni disfrutaba de un horario cómodo, ni le servía como pretexto para argumentar sus escapadas de la casa a cualquier hora, cuando los clientes que seguía atendiendo se lo demandaban, para zafarse de cuidar al pequeño cuando los padres echaban horas como seguratas para un plus más. Sí. Daniel buscaría una tapadera. Tal vez repartidor de Glovo: ingresos variables poco claros y muchas horas lejos de casa. Estupendo. Compraría una de las mochilas para aparentar. Bici no. Diría que se movía con las de 'Bicimad'. 

        Y sí, Daniel también miraría algún estudio, algún apartamento. Para ganar libertad. Para ampliar el negocio. Para no solo acudir a hoteles y domicilios. También para recibir. Había mucho mayor casado sin sitio. Un piso propio no era un gasto ni un capricho. Era una inversión. Urgente ahora mismo. El coronavirus con sus ERTE, sus confinamientos y sus parados había reducido clientela y precios. Apremiaba ampliar mercado 

Comentarios

Entradas populares