YO Y MI AMIGO HUMILLADO POR UN TOYBOY SUGARBABY
En
Marques de Viana se encuentra ‘Los nuevos aros’. Un bar donde la ración con dos
torreznos grandes y crujientes sale por seis euros. Pueden añadir uno más por
otros tres euros. No sobra ese tercero, pero igual no se debe si se busca
mantener la línea.
En una esquina de Bravo Murillo,
relativamente cerca de los juzgados, en el Café Late, preparan una tarta de
queso alejada de las cubiertas de mermelada. Esta, de un vistazo, no parece
nada especial, por eso al catarla sorprende. No tanto como para pedir por un
trozo escaso cuatro euros con veinte.
En la plaza del canal de Isabel II,
en el Aziz Istambul sirven kebad, faláfel, durum y todo derivada de ese tipo de
comida rápida oriental. Los platos y sus precios no distan mucho de los
‘Bósforo’, ‘Ankara’, ‘Estambul’, ‘Capadocia’, ‘Anatolia’ o ‘Topkapi’ que se
suceden por aquel barrio. Me decanto por el Aziz Istambul porque quiero tirarme
al camarero venezolano. Se llama Patricio, tiene una gata, obsesión por el
gimnasio, amor a la cocina y sale de trabajar sobre las doce de la noche.
Caerá. Cuestión de tiempo. Y por ahora, tengo: todo el que tarde en
sobreponerse mi amigo José, el que me lleva a pasar dos o tres horas diarias
por la zona de Tetuán.
Todas las noches, mi amigo José,
sobre las nueve, timbra en un portal de allí. El piso al que pica no le
responde. Entonces, él se sienta en un banco delante del edificio y comienza a
llorar discretamente, para no llamar la atención. Yo que sé de esa escena,
porque yo sé de mi amigo, le envío un wasap en ese momento, más o menos.
Siempre el mismo. Copiar y pegar: “José, qué haces, ¿no estarás cerca de Plaza
de Castilla. Ando por ahí. ¿Me acerco donde estés y tomamos algo rápido?”. El
acepta y me envía ubicación. Y al minuto me tiene ahí. Y con torreznos, con tarta
o con Patricio trato de distraerle del chico que le desasosiega.
Mi amigo José vio a un chico. Por
grindr. Un sábado. Le envió un ‘hola’, el otro devolvió el saludo. Comenzó a
charlar con él por la costumbre y sin mucha esperanza y al final se tiró horas
de intercambio de mensajes. Quería más. Querían más. Ya en persona. Y quedaron
en verse el mismo día. Y nada más encontrarse en la calle, subieron a la casa.
Ya se habían contado sus vidas por la aplicación. Ya había química. Ahora
tocaba la física. O sea, follar. Y lo gozaron. Y repitieron. Y se luego ya,
siguieron hablando. Y al día siguiente, repitieron. Y al otro se escribieron y
por la noche pasearon. Y follaron. Como al otro. Y conforme avanzaban lo días
hubo cenas en un vips o en un chino, helados en la Puerta del Sol,
manifestaciones contra el racismo en la embajada estadounidense, exposiciones
en el museo de Ciencias Naturales, piscina frente a las cuatro torres o risas
en el L-L.
Así, José, un hombre que roza los
cincuenta, nunca recuerdo si por arriba o por abajo, se ilusiono con un chaval
de treinta años. Él, a quien el pelo o se le encanecía o se le caía, encajó con
alguien de rizos morenos que desconocía la ley de la gravedad cárnica. Y
encima, majo. Y encima, con conversación. Y encima con criterio. Y encima,
dulce. Y encima, alegre. Mi amigo se colgó de él. Se pilló. Y el otro se dio
cuenta: de su poder, de su dominio, de su control sobre José. Y cuando se
reconoció como señor de la situación y de mi amigo, el lindo gatito engendró una
fiera pantera peligrosa, el doctor Jekyll se transformó en Mr. Hyde, el
muchachó mutó en alguien sádico y cruel. Actuaba como un niño que martiriza a
un murciélago, como un amo que maltrata a su esclavo, como el doctor Mengele
experimentando con judíos, como Fani con Christopher: impune.
Mi amigo pagaba todo y el otro no
simulaba abonar nada. Que si pensaba que salir con alguien veinte años más
joven resultaba gratis, le ironizaba. Que si no había salido con un tío más
pobretón, con menos éxito en la vida, con más aspecto de vagabundo que él. Y
José, se abochornaba de sí mismo pese a su salario que cuadriplica el del otro,
pese a su cargo de adjunto a la dirección de su medio, y pese sus trajes de
Purificación García y Carolina Herrera. Si no valían nada para el hombre de su
obsesión, tampoco para él.
José reservaba para cenar con él a
las nueve de la noche y el otro aparecía a las once de la noche excusándose en
que no calculaba los tiempos. Otro argumento empleó cuando le citó en su casa
también a las nueve y no se presentó hasta la una: que se había ido a patinar
con amigos y que no podía dejarlos de cualquier manera por él, que seguro que
lo comprendía. Lo mismo cuando organizó una fiesta y no le invitó. ¿Lo
comprendía, verdad?
José comprendía todo. Y si no
comprendía, si acaso se rebelaba, si en una discusión no agachaba la cabeza, si
en una charla cotidiana no le daba la razón, si dudaba de sus ideas o de sus
gustos, o bien le echaba de su casa si en ella estaban, o bien se levantaba y
se marchaba él si del piso de mi amigo se trataba. Y cuántas veces José no tomo
taxis de madrugada. Y cuántas veces José no rogó al otro que volviera. Y volvía:
triunfante, victorioso, con la dignidad del otro como trofeo. Su dignidad, su
orgullo, su honor, su amor propio… todo se lo robó con su consentimiento.
Restregándoselo, como en el sexo.
Si el sexo indica la calidad de una
relación… que cada cual juzgue. Cuando mi amigo buscaba, él se negaba las más
de las veces con diferentes pretextos a cual más hiriente: “Follaría contigo
más si no aguantaras tanto, que no me gusta saber que estás ahí tanto tiempo”; “Tienes
buena polla, pero en un cuerpo feo, en una cara fea. No puedo hacer tanto
sacrificio”; “Ya me he zumbado a cuatro hoy. ¿Quieres ver por donde cayó su leche?”.
O José le telefoneaba y él le colgaba: “Voy en un Uber a follar con un tío al
centro, no puedo hablar”.
Y si José insistía en acostarse con
él, no por puro sexo, sino por puro ‘amor’, le gritaba que no le atosigara, que
no le insistiera, que no le estresase, que le deprimía. Si finalmente follaban,
le exigía que sin condón. Algo a lo que mi amigo se había negado toda su vida,
algo a lo que se negaba con él. Pero el treinteañero se sentaba encima y botaba
sobre su polla, cabalgaba sobre él a pelo. Aprovechaba la excitación de José
por él, su erección, y se la metía por el culo agarrando e inutilizando las
manos para que no lo impidiera. Y sin voluntad y sin fuerza, solo con el ‘no’ y
el ‘para’ en la boca, el otro violaba a José. O lo chantajeaba: sin o nada. Y
José se rendía a aquello para no ofenderlo y perderlo.
Y no lo quería perder por quince
minutos. Porque juraba que incluso en los días más agrios, aquel muchacho
destilaba durante quince minutos gestos y palabras de enamorado. Que se lo
notaba en la cadencia de su voz, en lo parpadeante de la mirada. Que incluso en
su comportamiento más vil, brotaba otro paralelo más dulce: de depilarle el
entrecejo, de cocinarle la cena, de apoyar su cabeza en su pecho frente a la
tele, de acoplarse en cucharita al dormir, de bailar pegados pseudobaladas
regetoneras del Just Dance, de que le marcara con un chupetón en el cuello, de
que le susurrara que le pertenecía a él… José olvidaba cuando, tras algún día
sin verle, le preguntaba si le había echado de menos y él le bufaba que por
supuesto que no.
Mi amigo se creía ‘el principito’. Él
el principito y el otro la rosa o el zorro. O sea, egoístas a los que podría
domesticar, que se podrían domesticar mutuamente. Yo, pedante, lo que veía era
‘El ángel azul’: el recto profesor Rath arrastrándose ante y por la hipnótica
cabaretera Lola. José, un referente en lo profesional y en lo personal, un
‘maestro’ en mis inicios, todo un carácter con el norte bien claro, se
empequeñecía ante y por un niñato sin más experiencia que trabajar de
dependiente en Sprinter o en el Lush, si más mérito para un contrato barato que
una cara bonita y una baja formación: un tío que eternamente presumía de
ascensos y proyectos que jamás consolidaba porque requerían de iniciativa y
constancia. Por ‘ese’ se arrastraba, se humillaba.
Pero hubo un día… hubo una noche,
más bien, madrugada tal vez, que ante las lecciones y sarcasmos del otro, las de siempre, mi amigo José
rebosó, reventó, explotó. Le contesto más violentamente de lo habitual, más
sinceramente. Con más huevos. otro,
desprevenido, le largó de su casa. Y José no se amilanó: salió, harto y
henchido. Pero esa actitud se desinflaba a cada paso. Y no había caminado
quinientos metros, cuando se volteó para disculparse. Pero cuando llamó al
telefonillo, no contesto. Cuando le telefoneó, no le atendió. Y cuando recurrió
al wasap, al instagram, al grindr, al Facebook y tras insistir en mil mensajes
no llegó ni una respuesta, se percató de que le había bloqueado en todo. El
treinteañero asqueroso rompía puentes, cegaba los canales. Le estaba
informando: se acabó. Y José se niega a eso. Se negó entonces y se niega ahora,
diez días después. Por eso, porque sigue confiado en el perdón, todas las
noches, mi amigo José, sobre las nueve, timbra en un portal de allí.
Esperanzado en que el otro le abra y le machaque, le denigre, le insulte, pero
también le ame. Yo rezo para que la puerta se mantenga cerrada.
Mil veces advertí a José de lo malsana,
de lo degradante, de lo peligrosa de su relación. De que aquello se elevaba de
lo tóxico a lo venenoso. Mil veces lo embosqué con amigos para entre todos
abofetearlo y que despertara de su ensoñación, sacarlo de su espejismo. Para
convencerle de que se enamoró de una urraca: alguien que solo reaccionaba al
brillo de los continuos regalos o al reclamo de las pollas desconocidas; que
nunca vivió una relación de amor, solo de poder, de sumisión; un mal bicho que
había dado con un gilipollas herido, solo y tan equivocado que confundía
hostias con caricias. Sin éxito.
Por eso, para mí, el portazo del
muchacho trae la liberación de mi amigo. Un sufrimiento temporal obligado para
exorcizarse. Para que desaparezca el efecto del veneno de ese alacrán. Para que
supere el mono por esa alimaña. Y acompañándolo, vigilando que no se nuble y se
confunda. Todos los días. Porque es mi amigo y para ver si me ligo al camarero
del Aziz Istambul, Patricio.
Comentarios
Publicar un comentario