ÉL Y LA CONFESIÓN A LA ESPOSA DE LA HOMOSEXUALIDAD

 

            En su cabeza, cuando le  hubiera confesado a su mujer que le gustaban los hombres, que solo le excitaban los tíos, que se empalmaba ante ella pensando en pollas, que las noches que concibieron a sus tres hijos recurrió a visiones de chulazos para correrse, que durante 23 años se descargó ocasionalmente en cuartos oscuros, que desde hacía un par de años recurría a la discreción de chaperos, que desde hacía meses mantenía a un veinteañero… En su cabeza, ante eso, ella, tan señora siempre, ahora rabiosa y engañada, le habría contestada contenida y contundente; hiriente y serena. Le habría reducido, le habría abofeteado sin alzar la mano, solo con palabras: “Tú no eres un hombre. Nunca has sido un hombre. No porque te acuestes con un tío. No eres un hombre porque ser hombre es una cosa que tú no eres. Tú eres un cobarde incapaz de afrontar la verdad, de afrontarte. Y no me vengas con los tiempos, no me vengas con lo complicado, con lo difícil, con el qué dirán… No. Si te gustan los hombres, haberte quedado soltero, no haberte casado conmigo. Tú eres un farsante, un mentiroso”.

           

            “No pienses que estoy triste, estoy con irá. No contra ti, contra mí. Por aguantarte. Tenía que haberte dejado cuando dejaste de tocarme, de bromearme. Pero tampoco me importaba, me daba igual. El camino natural de cualquier matrimonio. Qué imbécil soy. Es que me veo como una imbécil, como una idiota. Alguna vez se me pasó finiquitar esto. Pero los niños aún eran pequeños. ¡Aún lo son! Saúl no tiene más que 12 años, Joaquín cumplió 16 ahora, Berto 18 y Juan acaba de entrar en ICADE. Por ellos aguanté. Por ellos, porque tampoco tenía tanta necesidad, porque nos acostábamos de vez en cuando y por tus detalles: el Moet sin venir a cuento, las flores sin venir a cuento, las escapadas sin venir a cuento… pero ahora entiendo que sí, que sí venían a cuento. Que te estabas limpiando la conciencia. Yo pensaba que eras un buen tío, yo contenta de tenerte viendo lo que contaban mis amigas de los suyos… y resulta que eras el mayor cabrón de todos”.

 

            “¿Y qué le vas a explicar a tus hijos? Porque se lo vas a decir tú. Serás tú quien le cuente a tus hijos que a su papá le gustan los señores. ¿O prefieres que se enteren por algún amigo que te vea de la manita por Madrid? ¿Qué? ¿Te los vas a llevar a Chueca para que vean por dónde te mueves? ¿Les vas a defender ahora que lo que les enseñan en el Retamar no está bien? ¿Qué la homosexualidad no es algo aberrante y antinatural? Por Dios, qué hipócrita has sido en todo este tiempo. Nunca les corregiste cuando se reían de los afeminados del colegio, de los de las carrozas esas del orgullo… Nunca. Y ahora resulta que tú eres una de las locas de ese desfile. A ver cómo se toman eso tus hijos. A ver cómo les destrozas su mundo a tus hijos”.

 

            “¿Qué dirán tu padres? ¿Qué dirá tu hermano cuando se entere? ¿Y mis amigas? Mira, ahora mismo agradezco que mis padres hayan muerto, así se ahorran todo este bochorno. ¡Y tus amigos, tan machotes todos ellos! Los del club de moteros con los que te vas todos los sábados a pisar rueda. O tus compañeros de VOX. ¿Crees que volverás a ir en las lista al ayuntamiento como en las anteriores elecciones? Igual, sí. Igual te conviertes en el maricón de VOX. ¿Cómo te llamo? ¿Maricón o gay? ¿Cómo te van a llamar en el despacho?”

                                   

            Había supuesto que se explayaría de esa manera, comprensiblemente. Descalificándole, avergonzándole, ridiculizándole, amenazándole. Pero ya. Ahí pararía. No iría a más. La conocía desde los tiempos de la facultad. La sabía práctica y racional. Querría evitar cualquier señalamiento a los niños y a ella. Y entendería que un divorcio podría perjudicarles. Ya no sumarían más, dividirían más. Liquidarían los gananciales, perderían dinero. Juntos podían afrontar sus gastos actuales. Separados costaría mantenerlos, seguramente reducirían una vida a la que ambos se habían acostumbrado.

 

            Si ella quisiese hundirlo, si ella quisiese arrebatarle todo, no podría negociar a la par. Pero si ella asumía que lo mejor pasaba por cambiarlo todo para mantenerlo igual, podría pactar un renovado matrimonio cediendo generosamente. Las dos farmacias, por ejemplo: cada uno podía quedarse con la titularidad de una, pero uniendo los beneficios de ambas. Él mercadeaba eficazmente con los proveedores y ella las gestionaba sabiamente. Una lástima perder ese tándem. Incluso si no le exigía nada de los 4.000 euros de su salario en el despacho, él renunciaría a lo que generaran las boticas. Podía vivir como anhelaba con esa nómina. En cuanto a  la casa de Las Rozas, podían inscribirla a nombre de los chicos, ni para él ni para ella. Y la casona de Asturias se la cedía. A ella siempre le ilusionó más, la mimó siempre, se construyó su círculo allí.

 

            Todo para aparentar normalidad, una nueva normalidad. La de una pareja feliz, ideal, donde ella podría flirtear con quien quisiera, con el que se le arrimara, con el que se le antojara. Le  sobraba capacidad para liarse con cualquiera, que con sus recientes 50 podría engatusar a más de uno, mantenía con un tipo muy presumible, rolliza, lucía muy bien sus grandes tetas, se las habían piropeado con él delante, esos pechos tirarían de los hombres.  Qué gozara por ahí con otros. Y que le dejara a él hacer lo propio. Que le permitiera dormir fuera de casa, desaparecer algún fin de semana y que ella le cubriera ante sus hijos y su mundo. Así podría afianzarse con Daniel.

 

             A ella mejor ocultarle a Daniel. Tampoco convenía abusar de sinceridad. ¿Para qué desairarla más? ¿Para qué encabronarla más? ¿Para qué si además podría recitar cada palabra de lo que le ladraría? ¿Para qué, para dificultar su nuevo contrato social?: “Ya me contarás cuando le expliques a tus hijos que estás con un niño más pequeño que el mayor de tus hijos. Igual los puedes llevar a todos a la Warner. ¡Un niño de 19 años! A saber con qué edad lo conociste, viejo verde. Igual tú eres más viejo que sus padres. Me das asco. Es que solo puedo verte y  pensar que me das asco con cada uno de los detalles de tu sucia mentira. Quiero ver yo cuando se lo presentes a tu madre. ¿En Navidad o en la fiesta de su aniversario de bodas? Mejor en la comunión de tu sobrina, un momento ideal. Con el padre Joaquín, ya verás qué contento se pone por ti. ¿Y lo llevarás a las cenas de tus socios? Igual no, que igual tiene examen al día siguiente. Mira, te vas a ir de esta casa y te vas a ir a la guardería con tu niño. Y a ver si puedes mantener los caprichos horteras que le estarás pagando, los detalles de nuevo rico que tendrás, que te conozco. ¿Ya le has llevado en limusina? ¿ya le has regalado Moet Chamdon? ¿Ya le has invitado a Sant Celoni? ¿Ya le subiste en globo? Se puede ser más hortera? Esta es tu idea del amor, de la seducción: montarle en una limusina y emborracharle con 40 euros de champán para que crea que se enamora de alguien. Patético. Muy patético. A ver si te aguanta con tus 55 años, con tu barriga, con tu cara de pánfilo. Todos los días, a todas las horas. A ver si te aguanta. Y sin un puto duro, porque me lo voy a quedar todo, porque ese chapero no se come la herencia de mis hijos, que para follar contigo o no hay que tener estómago o hay que tener los bolsillos muy vacíos. O ser una idiota como yo”.

           

            Pero difícilmente hablarle de Daniel si con nada más soltarle que era gay, que le atraían los hombres, se había trastornado, se había vuelto histérica. Jamás había previsto esa reacción. No había imaginado que su mujer se comportara así. No se parecía a la educada y comprensiva esposa que todos elogiaban. Aquella a la que apreciaba por señora. Se comportaba como lo haría la asistenta boliviana: dramática, exagerada, burda, maleducada, grosera, amenazante. Había perdido su tradicional contención, su bondad cristiana, su zen yoguístico. Le desnortó. Con esa actitud desbarataba completamente sus planes, sus hipótesis, sus elucubraciones, sus cábalas. Cierto que en el fondo no se diferenciaba tanto de lo previsible, pero en la forma rompía completamente.

 

            Sin dejarlo terminar, apenas escuchado poco más que la esencia de su justificación, se había levantado, se había puesto a pasear por la habitación, a rodearle, a señalarle, a golpearle. Lloraba, chillaba. Agradeció que vivieran en un chalet aislados de los oídos de los vecinos, que los niños andaran de campamentos, que la del servicio disfrutara del descanso dominical.

 

            Trató de acercarse a ella. Para calmarla, sujetarla y controlar la situación. Ella le rechazó, le rugió que no le tocara. Se alejó. Le gritó, le escupió ‘maricón’. Eso le golpeó. Le noqueó. Le afectó. Jamás nadie le había insultado con esa palabra, la primera vez que le llamaban maricón con inquina, con odio, con repulsa, y la primera vez que la palabra no mentía. Ahondó: “maricón de mierda, sucio maricón, maricón asqueroso”. Pero para él pronunció una peor, la que le agrietaba: “Divorcio”. Y vomitó más: “vete de esta casa, fuera, no vuelvas”. Ella se tentó los bolsillos de su pantalón, escaneó el salón, sus ojos se alegraron, encontró lo que buscaba, corrió hacia él, el móvil, quería telefonear. ¿A sus padres? ¿A su hermano? ¿A su socio? ¿A sus dependientas? ¿A sus amigos? ¿A sus hijos? Se asustó. Se acojonó. Se resquebrajaba rápido su universo. No debía ser así. No había diseñado que ocurriría así. Debía cortar, parar, controlar aquello antes de que siguiera avanzando la rotura, la ruptura.

 

            La atrapo, le sujetó los brazos, inmovilizando el teléfono. Sollozó ante ella, interpretó un papel de arrepentido, de atormentado y le negó su homosexualidad recién admitida. Había proclamado su homosexualidad y ahora la suspendía. Como si aquello fuera la República Catalana. Lo sustituyó todo por “confusión”, estaba “confundido”, “confuso”.  Algo le había descolocado. Algo le hizo plantearse si realmente le atraía su sexo. Algo le aturdía, le inclinaba y por franqueza, por amor a ella, para no engañarla, para que la mentira nunca ensuciara su matrimonio, para que la verdad siempre campara entre ellos, como hasta ese día, le había reconocido su homosexualidad. Aunque tal vez lo que debiera haber aceptado era su turbación por un hecho, por un hombre. Le pidió atención. Quería relatarle algo. Ella se relajó, calló. Él inventó.

 

            Recurrió a su club de moteros, el ‘12+1’, con los que compartía carretera los sábados, lo que le servía de coartada para otro tipo de incursiones. Ella no entendía la referencia. Le extrañaba. Pero aceptaba todo contexto que explicara el fin de su mundo. Él aprovechó ese deseo, esa angustia, ese anhelo que leía en sus ojos, en su rostro, esas ganas de creer una mentira que sostuviera su verdad. Y él le escribió un relato que variaba conforme el aplauso de ella, un cuento cuyo objetivo se ceñía a complacerla, a viajar de alguna manera en el tiempo y borrar lo rubricado de su homosexualidad, como quien elimina un mensaje de wasap y maquina una excusa convincente.

 

            Según su invención, hacía unos tres meses que se les había unido un nuevo motero: un canario cuarentón, un moreno de buena facha, guasón y arriesgado, con la misma moto que él, una Yamaha R6. Trataba a todos y a todos con familiaridad, pero pronto se relacionó más con él que con el resto. Al principio, para y por consultarle sobre la moto: si a él también la horquilla le sudaba, que le chorreaba, que igual cambiaba la suspensión, que le recomendara un taller, que le acompañara a un desguace a buscar amortiguadores. Con aquello congeniaron. Se entendían y cuando el resto se marchaba a sus casas tras la quedada sabatina, ellos prolongaban las cervezas. Al poco, le wasapeó para quedar entre semana, que si a almorzar, que si de ‘afterwork’. Y como se sentía cómodo con su desenfado y simpatía, y como coincidían en intereses y enfoques vitales, aceptaba. En una de esas, sin mediar palabra, primero le sobeteo, luego se le insinuó, y al final le besó. Y él ni le apartó ni le hostió ni le abroncó. Consintió. Se lo toleró otras dos veces. Ahí arrancaron sus dudas sobre su sexualidad. Y para cortarlas, bloqueó todo contacto con él. Pero nada. Seguía con él en la cabeza. Y con otros. Ahora se fijaba en todos, ahora a todos les sacaba algún atractivo o con todos se imaginaba. Ahora recreaba en su mente el sexo hombre. Nada más. No se atrevía a más. No. Pero aquel poco le afectaba lo suficiente como para vacilar de su heterosexualidad. Le obsesionaba aquello. Le cabreaba porque al margen de con qué sexo acostarse,  él la quería a ella, con ella realmente gozaba.

 

            Ella le besó. Le buscó sus labios, le hurgó su lengua. Había triunfado con su interpretación. Le susurró: “Vamos a follar, fóllame. Follemos como antes”.  Le podía el ansia, le podía la misión de convertirle, de amarrarle. Quería hacerlo todo y se atropellaba, se solapaba: le guió las manos a sus tetas, le bajó las manos a su coño, llevo las suyas a la polla, se arrodilló, le bajó los pantalones, los calzoncillos, lo justo para comenzar a chupar la polla flácida. Se veía como una como una caricatura de porno de aficionados. Se veía como una mujer de 51 años recurriendo a todo lo que sabía de sexo, a lo más obvio, para salvar un matrimonio, para evitar un bochorno a sus cuatro hijos, para evitarse la vergüenza, para no quedarse sola recién llegada a la menopausia. Era un esclavo azotándose para complacer a su amo y que no le firmara una libertad incómoda y desconocida. Era una mujer que cuando la naturaleza le quitaba ciertos atributos de ello, el marido quería dejarla por hombres. Solo eso explicaba su desquicio mamando aquella polla dormida que se hinchaba atendiendo a aquella mujer.

 

            Ella le tumbó. Ella se quitó sus pantalones y se subió encima de el. Le violaba. Y él se decidió a participar. Se levantó y la volteó. La colocó contra la alfombra, le apartó los muslos y la penetró. Con ganas. Porque pensaba en simple sexo, porque pensaba en Daniel y porque pensaba en evitar el divorcio. Y a cada arreo ella le jaleaba, ella jadeaba de más, claramente exageraba. Y entre pensamientos brotó su leche, se corrió dentro de ella, como hacía con Daniel, como hizo el lunes con el venezolano aquel en el descampado de Mingorrubio: a pelo. Le gustaba que su leche golpeara, marcar territorio, preñarlos. No le gustaban los condones. Jamás los había usado desde que se casó.

 

            En cuanto se retiró de ella, su mujer olvidó su inacabado orgasmo y se le abrazó, y comenzó su evangelización: “Hagamos como si nada hubiera pasado. Has tenido un momento tonto. Unas dudas.  No has hecho nada. Y las mujeres te gustan. Me has follado. ¿Habrías podido follarme si no te gustaran las mujeres, si no te gustara no? Olvidemos todo. Dejémoslo pasar. No cometas un error, Joaquín. No te equivoques, no te dejes llevar por una tontería. Piensa en las consecuencias, en todas. Piensa en los niños. No puedes hacerles eso. Vámonos mañana a Asturias. Adelantemos un par de días las vacaciones. Vamos allí ya. Con los amigos de siempre, con la familia. A celebrar mi cumpleaños allí, como todos los años. Alejémonos de Madrid. Vámonos, por favor. Di que sí”.

 

            Continuismo o ruptura. Vieja normalidad o nueva normalidad. Hetero u homo. Mujer u hombre. Esposa o amante. Rutina o aventura. Hijos o él. Daniel o Danieles.

Los pasados 50 años o los futuros 50 años. Cobardía o valentía. Armario o aire. Incoherencia o coherencia. Represión o libertad. Mucho dinero o menos dinero. Asturias o Madrid. Ahora o cuándo. Sí o no. De la elección de una palabra, de dos letras dependía todo. La pronunció. Y ella se levantó feliz a empacar las maletas.

           

            Tomó el móvil cauto y avizor. Lo desbloqueó. Mensajes: “¿Se lo dijiste ya?”, “¿Qué pasó?” “¿Cómo reaccionó?” “¿Habéis discutido mucho”, “Mañana te daré mucho amor, lo necesitas”, “Vamos a ser muy felices”, “Ahora sí el apartamento será nuestro nido”, “Te quiero, lo sabes”, “Ahora podremos ser libres”, “Te amo mucho”. Repasó varias veces los mensajes de Daniel. Se decepcionaría de que siguiera con ella, pero si se lo envolvía adecuadamente no se cabrearía, o no mucho: que si no podía abandonarla al borde de la depresión, que si por los niños no podía tirarlo todo, que si le sablearía todos sus ingresos, que siempre podrían seguir como hasta ahora, lo que a él no le disgustaba. Y si Daniel pataleaba, se ofuscaba, le acusaba… pues entonces debería despacharlo. Con pena por lo cielo y lo perra que era. Pero lo despediría, pese al cariño que le creció en estos siete meses: siempre había otros más en grindr o en la sauna y él los buscaba por diversión, no por rencores ni reproches ni peleas.  

 

            Entró otro wasap más: “¿Todo bien? ¿Me necesitas? ¿Quieres que nos veamos? ¿Quieres hablar?”. Resopló, tecleó: “Te dije que lo haría. No te he mentido nunca. Hemos hablado de todo. Estoy hecho un lío. Esto es complicado. Mañana te cuento. Ahora me voy a dormir”. Tiró el móvil en el sofá y fue a ayudar a su mujer. No pudo ver la respuesta de Daniel: “No quiero que sufras. Te quiero mucho”

 

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