YO Y MI LIGUE SIN TECHO

 

Leo quiso quedar para tomar un café, o sea, para follar, enseguida: el mismo jueves que nos conocimos, al poco de comenzar a charlar por Grinder. No mareó, no dio rodeos. El problema, las horas: entre semana, yo solo podía a partir de las nueve de la noche y él siempre podía hasta las nueve de la noche. Esperamos al fin de semana. Solo suponía aguantar 24 horas. Ningún drama. Resultó más complicado encajar sexualmente, porque prefería lo más suave y yo lo más cañero, él más dulce y yo más directo. Pero me podía acoplar. Un nene de 20 años y grandes aureolas moradas con las que jugar lo merecía. Aunque luego no jugué con sus pezones. No le gustaba.

            Vino a casa sobre las cuatro y media, y eran las seis y ya se había hecho todo lo que tocaba y me dejaba. Y no se largaba. Y se volvió a hacer, y finalizado aquello, tampoco se marchaba, hasta que el reloj empezó a rondar las 20h.

            -¿Cómo de lejos estamos de Atocha? ¿Hay metro directo desde aquí a Atocha? ¿Se puede ir andando? ¿A las nueve estaría en Atocha? Tengo que estar a las nueve allí.

-Chico, empiezo a creer que vives en la cárcel y te dan libertad para salir durante el día.

-Algo parecido

            Mi  sorpresa clamaba explicación. Y me explicó.

-No tengo donde vivir en Madrid. Duermo en un albergue por Vallecas. A las 9 de la mañana nos echan y no nos dejan entrar hasta las 9 de la noche. Durante ese tiempo busco algún trabajo, me acercó a centros sociales, paseo por Madrid, y casi siempre acabo entrando en bibliotecas o ‘El Corte Inglés’ a matar el aburrimiento. O me quedo en el jardín de Atocha para protegerme del frío y de la lluvia, esperando a que pasen las horas hasta que venga el autobús que nos recoge y nos lleva hasta el albergue de nuevo.

            Escuchaba al tiempo que examinaba, buscaba, escudriñaba, rastreaba su aspecto. Trataba de encontrar alguna evidencia que delatara que vivía en la calle. Le colgaba una mochila bandolera parecida a la mía. Llevaba un jersey como el que podría vestir yo de contar con cuello para lucirlo. Usaba unos pantalones de los que mis amigas me sugerían para rebajar mis 40 años. Y sus botines no me convencían por una cuestión de gusto, no de calidad. ¿Cómo coño había acabado en la calle?

            - Hasta hace menos de dos semanas, yo vivía con una tía en Ferrol. Necesitaba que la cuidaran y me fui a su casa a vivir con ella. Además de estar pendiente de ella, cuidaba a otro señor por allí que me pagaba algo en mano, en negro, lo justo para mis cosas. No tenía una buena relación con mi tía, es muy estricta y loca. Empezó a ponerme horas, empezó a ponerme reglas. Me agotaba. Pero afortunadamente se fue tres meses al pueblo del que somos y eso me relajó. Aunque me dejó sin dinero. Esa temporada tuve que tirar de mis ahorros para pagar el alquiler. Me decía que ya haríamos cuentas. Pero cuando volvió no solo no me dio lo que me debía: me acusó de robarle. Se inventó que yo había ido a su cuarto, que lo había registrado, que había encontrado 700 euros guardados en una chaqueta y que me los había quedado. Que iba a llamar a la Policía, que me iba a denunciar. Me llamó ladrón. Y yo no soy ladrón, José. La llamé de todo. Me salió todo lo que no le había dicho jamás y que me había guardado. De todo. De puta para arriba. Exploté. Estaba cansado de esa mujer y su mundo. Ya no podía seguir en esa casa, ni quería continuar en ese mundo. ¿Me hago entender?

            Sí.

            -Llamé a un amigo del instituto que sabía que vivía por Madrid. Me contó que ahora estaba en un pueblo de Toledo, Dosbarrios, pasado Aranjuez, cerca de Ocaña. Que estaba allí con su novio, un granjero de cincuenta años o así. Le conté la situación y me dijo que me fuera para allá. Que me podía quedar allí un tiempo, hasta que encontrara algo. Así que hice la maleta y me fui para en el Alsa hasta Madrid.           

            -En Madrid me esperaba mi amigo y su novio o lo que sea, que yo no lo tengo claro, y fuimos al pueblo. Me explicaron que estaban arreglando la casa. Y yo me ofrecí a ayudarles. Cuando llegué me di cuenta que no estaban arreglando la casa, casi que estaban construyendo otra. Prácticamente vivían con la hormigonera. Y a la mañana siguiente de llegar, yo también: me dieron un mono y unos guantes y me pusieron a trabajar sin parar. Pero sin parar. Que anochecía y seguíamos. Pero bueno, era mi escapatoria. Así que no protesté: casa y comida por apilar ladrillos. Pero lo que no esperaba es que me acosaran. El granjero empezó a mirarme con cara de violador. Otro día, vino y me empezó a enviar fotos de su polla, luego vídeos pajeándose, como las que me envías tú. Pero a mí no me interesaba y era el novio de mi amigo. Pero bueno, no quise decir nada porque no quería liarla. Hasta una tarde que mi colega se acercó a Ocaña a comprar y nos dejó solos en el pueblo: vino a por mí. Me buscó y empezó a pasar su mano por mi entrepierna, le pedí que parara y él se rió. Que si lo estaba deseando. Y entonces ya se colocó detrás de mí agarrándome y restregándose, a decir que yo también lo quería, a lamerme el cuello, a meterme mano por debajo del pantalón... Me salió toda la energía, como la que tuve como mi tía y me lo quité de encima de un empujón, de una patada, de una hostia y le grité de todo. Que le mataba. No te creas que se acojonaba. No: se sacó la polla tiesa. Lo que le asustó fue oír el motor del coche de mi amigo. Se guardó la polla y se largó. Tenía miedo, pero yo no me podía callar aquello. Y en cuanto pude se lo conté a mi amigo. Y él se rió y lo defendió. Que él era así, que tampoco lo tomara a mal. Ahí tampoco podía seguir. ¿Me hago entender? Así que hice una mochila con lo imprescindible y me vine a Madrid a ver si me salía algo y ya volver solo a por mis cosas. Que allí lo tengo todo, aquí solo tengo un par de jerseys, camisetas y camisas y tres pantalones. Y ya necesitan una lavadora. Igual te pido un día que me dejes usar la tuya.

            Aquello no podía ser cierto.

            -En Madrid al principio fui a un hostal por Francos Rodríguez, pero por muy barato que fuera, era caro para mí, que casi no tenía dinero. Y se me acabó a los tres días. Me echaban del sitio. Y yo sin saber a dónde ir. Me veía durmiendo en la calle, en un banco, en un cajero. Con miedo de que me robaran, de que me pegaran, de que enfermara. Con miedo del frío y de la gente. Me puse a llorar cuando salía de allí. Y me vino el peruano que limpiaba aquello. Me explicó lo del albergue, dónde se tomaba el autobús y me dio veinte euros para aguantar un par de días. Me salvó la vida ese hombre y no sé ni cómo se llama ni tengo su móvil ni nada. Y fue un ángel para mí. No sabes lo que me han cundido, la seguridad que me dieron esos 20 euros. Tengo que acercarme un día a darle las gracias. Ahora ya no tengo nada. Solo esto.

            Me mostró una tarjeta: tenía siete casillas con tres ya selladas; en cada de ellas, un grupo de letras con una M repetidamente tachada; y un número, el 90, escrito a mano junto a su nombre.

            -Puedes permanecer una semana, luego pasa un tiempo hasta que puedes regresar al mismo albergue. Yo ya llevo tres días. Ya pensaré qué hago cuando lleve siete. Aunque espero solucionarlo antes. La 90 es la cama. Es una sala con literas. Y la C es de la consigna donde tengo mi maleta y la M es de la manta que te dan para la noche. Aunque no hace frío allí. Lo peor es el olor. Hay gente que no se ducha. Yo me ducho, eh, pero ducharse allí… la gente es muy sucia y muy guarra. Yo soy de los primeros en levantarse, antes incluso de las siete, cuando empiezan a despertarnos, para poder ir al baño antes de que lo pongan todo asqueroso. Y aun así siempre que puedo, que quedo con alguien, pido darme una ducha antes. También al ser de los primeros en estar listo, soy de los primeros en desayunar. Nos dan un yogur, una fruta, un zumo, un café y galletas. Como desayuno no está mal. Pero es lo mismo que te dan para cenar. Y es de la misma tanda, así que cuando llegas por la noche ya está un poco revenido, pero lo cojo. A veces pensé en ofrecerlo a algunos de los que están allí, para hacer amistad, para no estar solo. Hay como grupos. Están los negros que van allí a dormir, pero que tienen dinero, pero solo van a dormir. Ahora, hay negros que no tienen nada y que llegan pasados. Están los chavales marroquíes, algún rumano, los dominicanos, que son los más chanchulleros… los españoles, que se les ve con problemas de drogas y alcohol…los peruanos y luego venezolanos, multitud de venezolanos. Pero yo aun no me junto con ninguno. Me da algo de miedo. A ellos los veo más fuertes, más duros, más tramposos, peligrosos. Yo visto diferente a ellos, yo soy como más aniñado, como más afeminado que ellos. Me da miedo que me tomen por débil y se aprovechen de mí. Pero es verdad que siempre tuve problemas para relacionarme con los hombres, con los heterosexuales. Esto es toda una lección para mí. ¿Me hago entender?

            -Eres una novela del siglo XIX. De Dickens, de Zola, de Galdós.

            Semejante pedantería absurda me salió del alma, sin pensar. Me miró y me respondió como había hecho hasta ahora. Con serenidad y sin ahondar en la tragedia. Con pulcritud y dignidad.

            -Yo no soy una novela. Soy una persona de carne y hueso. Y en esas novelas seguro que no había gays. Y yo soy gay.

            Dio por concluido su relato.

            -¿Cómo se llega desde aquí a Atocha? ¿Estamos lejos? ¿Puedo ir andando? ¿Me darías un paraguas?

            Aceptó mi paraguas para evitar el diluvio que caía ese primer día de diciembre. No aceptó que le pagará el bus que le llevaba directo a Atocha. Aceptó mi compañía para ir dando un paseo.

            -Siempre camino solo. Hacerlo en compañía y pensar en otras cosas me vendrá bien.

Recorrimos mi barrio. El barrio de Salamanca. Había que cruzar todas las calles donde se asentaban las marcas del lujo. Le encantó.

            -Nunca había estado por aquí. Tendré que venir en mis paseos. Mira el escaparate de Valentino, eso se llama buen gusto. Pero Chanel… yo solo compraba el bolso ese para termo. Louis Vouitton debería hacer una propuesta nueva, está muy visto. MaxMara, eso se llama buen gusto. Me encanta Versace, me encanta Donatella, es una diva. Y ese abrigo de ahí me recuerdo a los que saca la reina Isabel en ‘The Crown’. ¿Las has visto? Yo ya no la puedo ver. Tengo que ahorrar datos, que no quiero abusar de una amiga de Galicia me recarga el móvil.

            La caminata siguió por Alcalá, por Cibeles. Con el despliegue de las luces de Navidad, con el efecto de la lluvia que difuminaba, con la simpatía del colorido paraguas. La sesión fotográfica resultó inevitable.

            -Hazme una foto. Ya verás. Pongo el efecto noche. Con este móvil salen una fotos estupendas. La mejor inversión que he hecho con este Huawei P30. Y es la versión barata, no sé cómo saldrá el modelo PRO. A ver si ahorro y me lo compro. Ahora que tengo un móvil bonito sé que la realidad no es la de las fotos. La gente ve las fotos bonitas que cuelgo en instagram, pero hay otras historias. Algún día se las contaré a la gente que me da ‘likes’, bueno, que me comenta, que ahora ya no dejan dar ‘likes’. Pero por ahora no tienen que saber cuál es mi verdad, lo que está pasando.

            Llegamos a Atocha, llegamos a la fila. Leo se puso a enviar mensajes a novios de primas, viejas amistades de sus difuntos padres, conocidos mudados a Madrid y alrededores. Trabajaba por una solución. Yo me dediqué a curiosear la conversación de los que nos precedían en la fila: un chico bajito que no había cumplido los 30 con una bolsa de basura  por maleta y un guapo chaval en chándal con gorra, sonrisa y una minúscula mochila que no habría llegado aún a los 20. Le explicaba al otro que era repostero.

            -Respostero, confitero. Ahora estoy a ver si encuentro de lo mío. Estuve hoy por Chueca, en un restaurante. Les interesé. Y tengo permiso para trabajar que pedí el asilo. Ahora estoy a ver que me llamen. ¿Y tú?

            -Trabajo de mesero por Nueva Numancia.

            -¿Y no necesitan a nadie en tu trabajo?

            -Preguntaré, pero si lo hay sería para lavar platos, para limpiar. Eso no da mucho dinero. Dan más si estás dando la cara en la sala.

            -Da igual, llevo ya un mes aquí y no tengo nada. Me vale.

            -Yo llevo ya un año. Y al mes de estar aquí encontré empleo.

            -¿Al mes? ¡Qué bueno! ¡Papá, vamos a ver!

            -¿De dónde eres? ¿Venezolano?

            -No, colombiano, pero les copio el acento. ¿Y tú? ¿Peruano?

            -Peruano sí.

            A la fila llegó un español de 50 años totalmente aseado y dignamente vestido con ropa de los 90. No levantaba la mirada del suelo. Llegó una mujer de cualquier nacionalidad arrastrando dos niños de la mano, tan abrigados que la única forma de distinguir su sexo eran las mochilas de Frozen y Cars. Llegó un repartidor de Uber Eats que aparcó la bici del Bicimad y se colocó en la fila con su mochila, como un caracol con su casa. Llegó un sudamericano de rostro andino y arrugado que comenzó a llorar.

            -En mi país nunca me hizo falta nada. Solo era matar la gallina pa’ comer.

            La fila evitaba mirarle para no reflejarse.

            Leo me susurró:

            -Cuando estoy en esta fila trato de pensar en que es la del cine. Que estoy haciendo cola para otro sitio, no para ir a dormir a un albergue.

            Me asombraba su resistencia, su confianza, su fuerza, su orgullo, su osadía, su arrojo, su fe en sí mismo y en el futuro, su capacidad para saltar al vacío sin red y no mirar hacia abajo, si no hacia arriba. Lo que yo no había tenido en mi vida.

            -La vida es baile y hay que bailar.

            ¡Hostias con los bailes!.

            -A mí todo esto, estos 13 días me están dando una experiencia y una seguridad en mí mismo que no había tenido en los 21 años que tengo. Esto es un bache ahora del que saldré. Ya verás. La vida no es como la empiezas, sino como la terminas. Y yo acabaré montando una empresa de eventos, o de decoración de escaparates; conoceré Berlín; estudiaré inglés en Londres, o en Manchester. Y tendré un novio lindo y peludo, como tú.

            De momento estaba sentado dentro de un bus especial montado por la EMT que tardaba en arrancar porque aún no habían subido todos los recogidos en un listado que manejaba un responsable del SAMUR Social. Comenzó a vocear nombres de hombres que iban subiendo. Recordaba a un capitán, o a un sargento chusquero, que iba alistando, reclutando.

            -José López, Jorge Bolivar, Mario César, José Luis Martínez, Álvaro Gómez Gómez, Elías Parra, Iván de Santos, Francisco Javier Corona, David Alejandro Panero, Eduardo Javier Fermín, Antonio Macías, Leónidas Chacón…

            Esos podía escribirlos. Otros, solo me atrevería a repetirlos

-Fiad Alí, Benarruf Kalifi, Mohamed Ejamouni, Florín Braugat…

            La fila se vació. El bus se llenó. El sargento chusquero, con la autoridad que le confería un chaleco reflectante gritó ‘Vamos, que nos vamos’. Y se cerraron las puertas. Y el bus arrancó. Y yo dejé de despedir a Leo como quien envía un hijo de excursión, al que le das un dinero para que se compre algo de comer y algún recuerdo del viaje.

 

           

 

           

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