ÉL Y EL MADRID COSMOPOLITA Y PUEBLERINO
Cuando Rubén
era puta, mantenía ‘encuentros’. Lo que en su diccionario personal se definía
muy claramente: “Reunión de dos personas, o más, con un interés meramente
sexual, concertado por una aplicación o surgido en un ambiente incitante a la
actividad coital”.
Pero Rubén abandonó el puterío como
propósito de renovación vital. Cumplió los treinta y le dio por ahí. Dejó de
liarse con desconocidos en los baños de la WE; no se tiraba a los amigos de los
amigos en las fiestas a las que le invitaban; no participaba en tríos en
Torremolinos ni comía pollas tras la dumas de Maspalomas; solo frecuentaba la
piscina Complutense para broncearse y nadar; renunció a tomarse su vermú
dominical en el Boyberry o la Sauna Paraíso; Instagram lo dedicó a subir fotos
de su repelente gato; y borró su ‘Sex Ya’ del estado del grindr primero, para
desconectarse de la aplicación después; y finalmente se bajó Tinder, donde se
promocionó vestido y presumiendo de su afición al teatro. Y todo porque se
cansó del folleteo compulsivo sin más objeto que el goce temporal. O eso me argumentó.
-Me
cansé, de todo se cansa uno. Ahora busco el amor. Ahora ya no quiero
encuentros. Ahora voy a citas.
Y me explicó su acepción de ‘cita’,
tan matizada como si se dedicara a la lexicografía, como si descendiera de María
Moliner y Julio Casares, y no el nieto de un minero y un ama de casa y no
ejerciera de economista, o sea, contable, en una revista de la prensa rosa
aburrida, o sea, el ‘¡Hola!’. Para él ‘cita’ significaba: “reunión de dos
personas con un interés tendente a una relación y concertado con una aplicación
que no tiene porque llevar a una relación sexual en un primer momento”.
Para los repudiados ‘encuentros’ a Rubén
le había valido un muchacho de Gijón, de Denia, Getxo o Benavente. Se había
tratado de follar. Bien, sí, pero follar. Saciarse. Y para eso le había servido,
más o menos, cualquiera con una polla resultona o un agujero limpio; y con algo
de imaginación y guarrería. Pero para las citas, para el recién anhelado amor, Rubén
se puso exquisito y bloqueó todo producto nacional. Se trabajó solo la
importación. En parte por pragmatismo: como le describía su jefe, un aragonés
bajito, Rubén era interminable, y por eso se lanzó a por gente de su altura, o
sea, interminable también: para arrodillarse solo para lo apropiado y no para
besar. Se centró en lo extranjero por eso y para más, como me desarrolló un día
de cervezas.
-Altura,
besos, gustos, fetichismo, pero también el poder practicar idiomas y conocer
mundo, que España ya me la conozco. Hay que ser prácticos.
Tan práctico se puso que, dentro de
su expansión internacional, se centró en los nacionales de aquellos países que
quisiera visitar o en los que barajara trabajar o que hablaran lenguas que le
interesara mejorar. Siempre sus potenciales amores le enriquecían de alguna
manera, completaban su formación. ¿Que
le daba por practicar el inglés por eso de avanzar del First Certificate al
TOEFL? Pues dirigía el GPS del amor a las islas británicas o a la isla de
Malta. Con un galés tonteó escaso tiempo y con un irlandés mucho más tiempo. De
ellos contaba que demasiado fríos y asépticos, que demasiado simples en el sexo.
Tras unos días en Berlín con un
amigo teleco emigrado allí, se le levantó el interés por Alemania. Que si se ganaba
más, que si en aquella ciudad se alquilaba más barato, que si sobraban oportunidades
de lo suyo, que si debía retomar su alemán, que estudió un curso durante la
carrera. La brújula del amor giró hacia lo germano y encontró un austriaco, que
para aprender el idioma le valía igual que un renano con el que los sustituyó más
tarde. De su experiencia concluyó que poco afectivos y poco dialogantes y poco
follar suave.
Por eso de reciclarse laboralmente,
se planteó un curso de marketing en una escuela de negocios de Turín. Por eso,
para el amor marcó las coordenadas de lo italiano y al poco en un Tanga le
presentaron a un romano que a la semana ya le cocinaba canelones. Pero para el
muchacho Madrid figuraba en su vida como un destino más de Ryanair, no como una
ciudad para establecerse. En cuanto finiquitó sus asuntos, voló a su patria. Y Rubén
le sustituyó con uno de Bari muy virtuoso en la salsa ‘alla puttanesca’. De
ambos dedujo que a los de aquellas tierras se les podía catalogar de muy
afectivos, muy cariñosos y muy de variar en la cama.
Rubén llegó a verse con un israelí
de Tel Aviv y un francés de Avignon. Con un australiano de Canberra y un danés
de Copenhaguen. Con un portugués de Oporto y un holandés de Deventer.
¡Deventer! Menos con sudamericanos, flirteaba con todos. Para charlar de su
vida sentimental necesitaba el Google Maps y el listado de países reconocidos
por las Naciones Unidas. Jamás pensé que hubiera tanto homosexual de tantos
lugares en Madrid. Lo descubrí por mis quedadas con Rubén.
-Madrid
se está convirtiendo en una ciudad internacional. A Dios gracias.
Ciudad internacional o almendra
central internacional. Capital moderna con restaurantes de platos cuadrados y bares de cañas sin tapa a más de tres euros en
los que quedaba conmigo, pero nunca con sus amores comunitarios y
extracomunitarios. Además de en su
labia, su sonrisa, su tez mediterránea, su espalda y su metro ochenta y cinco, Rubén
confiaba parte del éxito de su seducción a los locales a dónde los citaba: lo
más cañí, lo más típico del tópico, la españolidad más prefabricada, la mayor
caricatura de lo racial, lo más obvio de la cultura o historia del país o de la
comunidad. Sitios ubicados en las callejuelas aledañas a la Plaza Mayor o a
Huertas. O sea, el equivalente a cualquier bar de Andalucía; o sea, lo habitual
de todo mesón y taberna de todo casco histórico medieval o sus cercanías; lo
común de todo restaurante cercano a las Ramblas de Barcelona que quiera ganar
dinero y no perder con la política.
En esos lugares colgaban cabezas de
toros, carteles de corridas con Manolete o con Paquirri, fotos en blanco y
negro de Lola Flores o Camarón, azulejos con el Quijote o con la Alhambra, y cartas
con pincho de tortilla algo reseca, arroz con cosas por paella y sangría don Simón.
Extraños ya para los españoles. Y extrañamente para un español, les encantaban.
Cosa que Rubén me descifraba.
-Sitios
manidos, sí, pero son una sorpresa para ellos. Aun siguen creyendo que eso es
exótico. Los extranjeros son así. Vienen para reafirmarse en sus estereotipos o
clichés.
Pero nos sacudió el coronavirus. Y
los extranjeros huyeron, dejaron de venir y Madrid se quedó sin ellos. Desabastecimiento
total. No se les olía, no se les cataba: los cursos del ESADE o el ESIC,
virtuales; las clases de español, suspendidas; los desarrollos de proyectos de
negocio, cancelados; los traslados de personal, pospuestos. El Madrid
cosmopolita entró en decadencia. Resurgió el poblachón manchego. Madrid se
encasquetó la boina. O así lo pintaba Rubén, del todo renegado y resignado en
agosto a lo autóctono. Y dentro de ello, a aceptar a cualquiera que le enviara
un saludo o atendiera a los suyos porque se le derrumbó todo aquello donde
poder elegir.
De un lado, sus discos, como ‘Baila
cariño’, ‘La Boite’, ‘Delirio’, ‘Bearbie’, ‘La Kama’ y derivados, cerrados o
sin clientela. Y por otro lado, el Tinder, extinguido de ‘matches’. La propia
red se lo notificó: “Ya no quedan más posibles matches en tu área. Globalízate”.
Y obedeció a la aplicación: se globalizó en la medida de las posibilidades
presentes: con Juande, jerezano, sí, pero máster en gestión hostelera en
Cambridge, o sea, con mundo y del mundo. O sea, en la España del 2020, Rubén
sustituyó a la Unión Europea con el gerente de una cadena de restaurantes
fundados por hijos treinteañeros del dinero de toda la vida para jóvenes
heteros de Scalpers y Bimba & Lola.
Quince días conversó por instagram
hasta que agendó una ‘cita’. Un sábado por la noche. Toda la mañana se la pasó
en la piscina para hacerse con un moreno bonito. Toda la tarde se la pasó
rasurando según qué partes. Todo ilusionado por lo que planeó como unas cañas,
una cena, unas copas, una cama… hasta que recibió un wasap del andaluz: que
sólo podría salir a dar una vuelta, que les retrasaban la nómina, que a 31 de
agosto y no había cobrado, que el turismo internacional del que dependían había
pinchado… ¡Cómo empalizó Rubén! Se ofreció a pagarle unas cañas en un local de
Malasaña, que ya se lo devolvería. Y el jerezano aceptó. Y cuando el apetito se
encendió, Rubén se brindó a abonar la cena en un asiático por Chueca, que ya le
haría un bizum. Y el chico, que sí. Y cuando la cena se acabó y el otro se
excusó para marcharse, Rubén insistió en invitar a una copa en una coctelería
de la Gran Vía. Todo para eludir el fin de la noche. Y nuevamente, el muchacho
asintió.
Y así, con unas y con otras, cinco
horas de parloteo, trascendental e intrascendental, informándose el uno al otro
sobre sí mismos, con risas y manos tontas, con pies y piernas rozándose, con
postre compartido, llamándose ‘tontito’ y ‘bobito’ con cada ingenio sin gracia.
Con Rubén pensando en enviar un ramo de flores al fundado de Tinder,
fantaseando en casarse en una bodega de Jerez, valorando que aquellos 60 euros
de generosidad computaban en su balance sentimental como inversión para su
futuro, para encontrar un padre para sus hijos, para los que adoptaría en un
orfanato bieloruso o compraría con gestación subrogada a una bielorusa. Y
flotaba en la ensoñación cuando su amor se plantó y le dijo que se marchaba. Y Rubén
se prestó a acompañarlo a casa. Y el otro accedió. Rubén se tentó el bolsillo
para comprobar que los condones y la monodosis de lubricante seguían ahí.
Durante el camino Rubén examinaba al
jerezano. Otra vez. De arriba a abajo. Más. Como si no le hubiera cotilleado el
instagram, como si no hubiera recibido fotos propias de un ‘onlyfans’. Y en ese
examen del pelo castaño domado por el gel fijador, de las cejas pobladas, de
los ojos achinados, de la barbita afeitada milimétricamente, de la camisa
celeste con los tres botones de arriba desabrochados brotando el vello justo, de
la chaqueta oscura engarzada en sus hombros, del culito marcado por los
dockers, del paquete ligeramente cincelado por esos mismos pantalones ajustadillos…
en esa radiografía topó con el calzado, en el que no había reparado en toda la
cita: unos mocasines azules de ante con borlas. Y como quien respira, los
comentó espontáneamente sin meditar.
-No me
gustan nada los mocasines.
Y cantó.
-Mocasines
saltarines con la piel de los mastines...
El jerezano callaba. Y Rubén
balbuceba.
-Es de
Los Simpson. De cuando el señor Burns hace como de Cruella De Vil con unos
perros. Unos cachorros que ha tenido el perro de los Simpson.
El jerezano habló.
-¿No te
gustan los mocasines? Si no te gustan los mocasines jamás podrás estar con un
andaluz.
Rubén respondió ágil.
-A todo
se puede adaptar uno. A todo hay que ceder.
Y así acabaron en el portal. Rubén
entró a matar con su lengua arrancándose su FPP2. Y el jerezano dispuesto a un
mero pico con la mascarilla algo apartada, se zafó. Rubén atribuyó aquello a un
mal cálculo de trayectoria de las bocas y repitió definiendo mejor la estocada.
Pero el jerezano escapó de nuevo. El jerezano no era un toro, el jerezano mutó
en una cobra.
Fingiendo una sonrisa y con la polla
aun alegre, Rubén se retiró mustio y frustrado. Y mientras se dirigía hacia su
casa, wasapeó a la serpiente gaditana. Que le perdonara, que lamentaba si había
ido rápido, que le disculpara si le molestó lo de los mocasines, que solo se
trataba una broma, de un chiste. Que a la próxima calzaría él mocasines. Que se
lo había pasado muy bien. Que esperaba que hubiera otra. Que buena noche. Que dulces
sueños. Que un beso. Que blablabla.
Quince días después de aquello, aún
no había recibido ni respuesta ni transferencia. Quince días después de ejercer
de ‘sugardaddy’ para un andaluz, Rubén ha puesto a Dios por testigo y ha jurado
que nunca volverá a quedar con un compatriota. Aunque tenga que limitarse a las
pajas o imponerse un celibato, aunque tengan que pasar meses hasta que nos
vacunen a todos y Madrid recupere su población internacional, a Dios ha puesto
por testigo que jamás volverá a quedar con un español.
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