ÉL Y LA POLLA FLÁCIDA
Se acaba
de correr en su boca. El tipo se había tragado toda su leche ya. Y aun no le soltaba
la polla. Se la relamía. Se la rechupeteaba. No se la liberaba. Y había llegado
a ese momento tras irse, en el la sensibilidad del capullo despunta y le
encogía el cuerpo cualquier lametón con apenas la punta de la lengua. Quería
quitarle su verga de la boca, pero no principalmente por eso: sino porque tras
un par de minutos descargado y cumplido, se le amorcilleaba, se le bajaba. Y no
quería que se la viera flácida. Nunca dejaba que nadie se la viera así. Ni a
este calentón de grindr ni siquiera a su novio durante dos años, a Álex. Al ya
ex eso le cabreaba: le encantaba contemplar crecer una polla, le ponía mucho,
le parecía bonito percibir como excitaba, como aumentaba con cada uno de sus besos,
caricias, lamidas… pero ni a Álex y su insistencia les dejó. No podía. Aunque
quisiera. Por Raulito Rivas.
En los vestuarios de la piscina del
colegio, antes de nadar, al desvestirse, al quitarse los calzoncillos; o
después de los largos, al desprenderse del bañador, siempre aparecía Raulito
Rivas en su busca. Si se cambiaba dentro del váter, le sacaba; si lo hacía
ocultándose con la toalla, se la arrancaba. Le dejaba desnudo delante de todos,
le señalaba y se mofaba: “Mirad la polla maricona, eso es una polla de maricón,
una polla enana”. Y todos reían. Y mostraba la suya. Y presumía: “Esto es una
polla de tío, de hombre, no de maricón como tú”. Y se le acercaba, y se le
arrimaba, y se la ofrecía: “¿Te gustaría comerla, verdad, maricón? Te gusta mi
polla. La mía y la de todos, ¿eh?”. Y se giraba hacia los compañeros y les
advertía: “Tened cuidado, que el maricón os quiere comer la polla. Solo chuparla,
que meterla no puede. Que esa polla de maricona no sirve. Por eso a los
maricones les gusta que se la metan, porque tienen pollas enanas, por eso les
gusta ver la nuestra”. Y le escupía: “Muerde almohadas”.
Así todos los días en ese vestuario. Y después continuaba fuera de él. Y no solo
Raulito Rivas, sino cualquiera al que se lo hubieran contado y quisiera vejarlo
seguro de que no se defendería. Aun recordaba aquel día, en el supermercado,
con su madre cerca, y aquellos dos, del colegio, los reconoció, que le
abordaron y le soltaron: “Nos han dicho que la tienes superpequeña. Enséñanos
tu polla enana de maricón”.
Su polla era la de un niño que apuraba
los doce años y que coincide en clase con adolescentes de catorce. Que aún no
se desarrolló, que aún no maduró. Pero eso entonces no lo desconocía. Ni se atrevió
a preguntárselo a nadie, ni nadie se lo razonó realmente. Ahora ya sí lo sabía.
Ahora ya sabía que no tenía una polla enana, que su polla era normal. Que su
polla superaba a la de Raulito Rivas. Lo había comprobado.
Uno de esos días de piscina obligatoria
en aquel colegio concertado de cierto nivel, Raulito Rivas repitió todo el
guión de siempre. Pero añadió un lápiz. Cogió uno de una mochila abierta y con
él se midió su pene. Justo coincidían ambos de tamaño. Se lo tiró a la cara:
“Esto mide una polla de verdad, a ver cuando alcanzas eso, maricón. Ya te lo
digo yo, nunca”. Cuando se quedó solo, lo recogió y lo guardó. Ya en su casa,
se midió con él. Y se volvió a medir cada mañana de piscina durante meses. Y
comparó. Y cuando llegó a la edad correspondiente, la del estirón, sus dieciséis
centímetros acabaron superando los trece y medio del lapicero.
Al margen de aquello, habitualmente
le martirizaban a todas horas con insultos. Con el insulto: Mariquita, marica,
maricona, maricón, maricón de mierda, maricón asqueroso, cerdo maricón, puto
maricón, mariconazo. A veces recurrían a algo más original y actual: ‘Boris’,
por el presentador de televisión; ‘Fidel’, por el personaje de ‘Aída’; ‘Fer’,
por el de ‘Física o Química’. Así le humillaban Raúl Rivas, Luis Soto, César
Moreno y el silencio y las risitas de los compañeros. Desde los 6 años hasta
los 16. Antes de que entendiera qué significaba ‘maricón’. Antes de que el
mismo se descubriera como homosexual. Luego llegaron los pellizcos. Disfrutaban
pellizcándole. Un nivel superior al ‘marica’, un escalón más en la vejación sin
llegar a los golpes y las palizas. Él nunca sufrió de eso. Tal vez porque se
asustaron después de estamparle una silla en la cabeza.
Sucedió en el cambio de clase entre Matemáticas
y Geografía, en Segundo de la ESO, con unos trece años, un par de semanas
después de iniciar las clases. Como siempre desde la vuelta de vacaciones,
comenzaron a pellizcarle. Se alejó de ellos, pero le siguieron. Le acorralaron
en una esquina, entre la pizarra y la puerta. Les rogó que le dejarán en paz,
les chilló que le dejaran en paz. Raulito Rivas se descojonó: “Vas a ver como
te dejo en paz”. Cogió la silla de un pupitre y le golpeó con ella. En la cara.
No le dio tiempo para protegerse. No pudo evitar la sangre en la herida de la
frente y en la de debajo del labio No se desmayó. No se cayó. No se aturdió. No
se alteró. Solo pensó en la vergüenza al justificárselo a sus padres, en cómo
se lo disfrazaría a ellos. Afortunadamente, el director y el jefe de Estudios
ya lo aclararon por él: juegos de niños. Juegos de niños que se van de las
manos. Durante diez años, todo, siempre, juegos de niños. Y así era: niños
jugando con el maricón.
Sus padres nunca sospecharon. Nunca
se quejó, nunca les lloró, nunca les contó. No podía. Chivarse de aquello no. En
los típicos ‘interrogatorios’ paternos sobre cómo marchaba todo en el colegio,
sobre si tenía problemas, siempre les soltaba las mismas palabras: que si todo bien, que si nada va
mal, que si no pasa nada. Y sonrisa. Y para mantener la apariencia de
normalidad, para evitar que pisaran el centro, para esquivar que de alguna
manera aquello se destapara, se esforzaba en obtener las mejores notas
posibles. En enorgullecerlos de alguna manera.
Si alguna vez preguntaban por qué
tan pocos invitados al cumpleaños, por qué casi ninguno del colegio, por qué no
se apuntaba al campamento de la escuela, por qué no les avisaba de las fiestas
del colegio, de la función de navidad, del teatrillo de fin de curso… Cuando
querían involucrarse, los expulsaba: les espantaba con alguna arisca respuesta,
más de una vez acabó castigado por sus contestaciones, más de una vez su madre
le amenazó con un psicólogo porque le adivinaba un trastorno bipolar.
Más que trastorno, protección. En
cierta manera, les protegía de su verdad, rutina, de saber que la vida
sorprendía cada día a su hijo, que caminaba al colegio con la incertidumbre de
qué tocaría hoy o de cuántas tocarían hoy; de si hoy se olvidarían de él o si
no descansaría de ellos. No podía revelarles eso.
Se habrían culpado por no haber
descubierto su ansiedad. Se habrían reprochado haber fallado como padres
vigilantes. Se habrían abochornado de la debilidad se su hijo, de que su
vástago se dejara humillar. Porque había otros como él y nunca les atacaron. Y
a él sí. Por flojo tal vez, porque lo merecía tal vez.
De haberse sentado con sus padres y
haber relatado todo eso, tendría que haber explicado porqué le llamaban
maricón, se habría visto forzado a esconder o reconocer que le gustaban los
chicos. Eso en un mundo, en su mundo, donde ya le asaetaban aun sin admitirlo,
donde sus amigos disimulaban públicamente su amistad para no entrar en la diana
de Raulito Rivas y los demás. Y él lo aceptaba. Y hasta se lo recomendaba.
Qué arreglaría desvelarlo todo. Qué
solventarían los padres. Qué solucionarían los profesores. Todo se mantendría.
Más oculto. Tal vez más violento. Mejor el silencio. Tampoco le asfixiaba tanto
la situación. Se podía soportar. Se limitaba a esos tres y alguno más. Tampoco
la gente se ensañaba. Tampoco les imitaban. Y cada año Raulito Rivas se
relajaba más. Ya se cansaba de él. Ya se distraía de otras maneras. Cada curso
se iba mutando de una tortura a una costumbre. Y cada vez quedaba menos para el
instituto y camuflarse entre centenares, de reinventarse, de convertirse en
quién quisiera porque nadie le recordara, le identificara o le redujera al
maricón de la clase.
Aquellos tiempos, cuando los
analizaba, cuando se analizaba, concluía que le habían dejado esa actitud de
precaución y protección ante quien olía que le podía dañar, física o
emocionalmente. Aquella ESO había construido su actitud inicial de chulería y
agresividad ante los desconocidos. Se identificaba con los animales pequeños
que se yerguen enseñando dientes ante posibles amenazas, ante posibles
depredadores; que atacan pese a sus carencias, o conscientes de ellas, para
espantar al más fuerte, sorprendido de la embestida. De aquella época había
sacado la navaja semiautomática que le acompañaba en su bolsillo cuando salía
de fiesta. De aquellos momentos se había jurado no verse jamás vencido por
alguien cuyo mérito se ceñía a hipotéticas superioridades. De aquellos años
había sacado que si se encontraba mañana por la calle con Raulito Rivas, le iba
a partir la cara hasta quedarse con sus dientes.
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