ÉL Y LA CITA DE HACE DIEZ AÑOS

El calvo discutía con todo el mundo y por todo. Quería figurar en todas las conversaciones y en todas a la contra de la mayoría, de lo lógico, de lo razonable, de lo moderado o del sentido común. Lo mismo en la gestión de coronavirus que en la salida del armario de Pablo Alborán. Realmente un cansino, realmente un petardo.

            ¿De dónde cojones había salido? Nunca había coincidido con él en ninguna fiesta ni en ninguna quedada. Gracias a Dios. La primera vez, desgracia de Dios, este cumpleaños en aquel chalet de Rivas. ¿Era amigo del cumpleañero? No creía. Juanma no habría invitado a un cafre así, o le habría advertido. ¿Colega del novio de Juanma? Tal vez, había entrado en un grupito comandado por él. Daba igual. Solo esperaba que se marchara pronto o que se callara ya. O eso, o él se tiraría a la piscina, pese al color del agua, y no saldría por no oírle.

            Ahora se metía con La Sexta, con Mamen Mendizabal, la de Más Vale Tarde. Que si muy roja, que si muy inquisidora, que si muy resabiada. A él Mendizabal ni fu ni fa, pero la defendería. Replicaría a ese estúpido al que los demás aguantaban el sermón indolentes y estoicos. No le dejaría campar.

            Y le iba a responder, e iba a abrir la boca sin mucha claridad sobre qué argumentar, cuando el chico sentado a su vera se giró hacia él y le preguntó:

            -¿Tú has estado en un bar en Malasaña que tiene el suelo con arena de playa?

            Sí, el ‘Ojalá’, cerca de su casa. No dudaba de eso. Sí del sentido de la pregunta. Y de quién se la lanzaba así. Por eso respondió titubeante. Y desconcertado. Por la incertidumbre.

            -Entonces nos conocemos.

            ¡Justo lo había pensado! Nada más llegar, al verlo de lejos tumbado al sol, le sonó de algo. También cuando se lo presentaron, pero no lo ubicó. Ahora comenzaba. Saco el móvil. Comenzó a escribir el nombre del chaval. Antes de terminar, su agenda le mostró tres contactos: un compañero del trabajo, un primo de Cartagena y un tercero, él tipo aquel. Para distinguirlo, o para aclarar, lo había guardado añadiendo ‘Bakala’. Ya le vino, ya cayó, con esa pista: ahí se lo ligó, o le ligó, que ni idea, en Bakala, la abuela de las páginas y aplicaciones para follar. ¿Cómo lo harían antes de Internet? Necesitaría clases si desaparecieran las redes. Él casi no roneaba fuera de ahí. Se había apuntado a todas: gaydar, wwwbear, grindr, scruff, badoo, manhunt, romeo, badoo, bender, romeo,  machobb y, claro, bakala, en la prehistoria.

             Hacía ya unos diez años de eso. Comparando, seguía pareciéndole un chico mono, un chico guapo, pero había cambiado: un rostro más apagado, un cuerpo más agrandado y una barriga más abultada. Al menos mantenía el pelo, pero en general le pareció más desmejorado. En general, como todos. Lo comprobaba en cada cena navideña con amigos del colegio, de la facultad, de su primer trabajo, o de su primera pandilla gay: empeoraban. Él, en cambio, no. Él lucía mucho mejor: le funcionaban las cremas de Biotherm contra la edad; el crossfit para definir músculo; y la lechuga para no engordar. Pero aún así, le flotaba una capilla de grasa, un  pliegue por el ombligo que no se arrancaba por mucho burpee que saltara y por mucha cerveza que evitara. Un maldito 6% de grasa. Se lo había calculado la chica de la clínica donde había contratado una crioliposis para dentro de 10 días: congelarse células para luego descongelarlas, eliminarlas y así quitarse el michelín. 300 euros. Una oferta de verano. Barato a cambio de la alegría de olvidarse de aquello de una vez.

            Lo que no recordaba es porqué no follaron. Por qué no se encamaron. Porque no hubo nada. Ni morreo siquiera. Seguro. Que ya había reconstruido aquella tarde: se encontraron en Tribunal, él mismo sugirió el bar, tomó una cocacola por la resaca que arrastraba, charlaron como una hora o así, se despidieron y no repitieron. Raro. Porque diez años atrás, toda cita conllevaba polvo. Empalmaba las citas y los polvos. Uno por día. Varios el mismo día. Se enrollaba con todos, menos con este. No congeniarían.

            Igual el chico le soltó un ‘yo creo que’ o un ‘yo pienso que’ de cuñado, como los del calvo, y le crucificó. Cualquier idea contraria a las suyas, le provocaba una reacción de aniquilamiento. Si alguien le escupía algo como ‘yo creo que la sanidad quien la quiera que se la pague’, le frenaba, le apabullaba y le vomitaba su discurso. Así actuaba antes y ahora, pero en el pasado con mayor vehemencia e intransigencia. E igual el otro lo padeció.

            O tal vez el otro le tomó por un niño. No ya por la edad, que le sacaba tres o cinco años, sino por la apariencia, más propia de adolescente que de veinteañero: muy aniñado, rubio, sin nada de vello, sin barba, sin cuerpo. Y la actitud: más dulce, más relajada, más risueña, más infantil o ingenua. Y  además, buscando un empleo de educador social, una profesión que siempre debía explicar para qué servía. A él también se lo aclaró, de hecho le bromeó con que si no necesitaba un puesto así en su consultora de ingeniería. Definitivamente, no le percibió como un hombre interesante, o como lo suficientemente hombre.

            A él le pareció pollón, por eso le atrajo, ahora se acordaba, por la foto: el tío le había enviado una imagen comparando su polla con un vaso de tubo, y su bicho superaba al cubata en largo y ancho. Le encantó aquello. Quiso comerse aquello. Entonces las quería grandes, andaran o no andaran. Era un falócrata. Creía en los pollones. Pero ya cambió de religión. Apostató. Se le pasó. Ahora ya los rabos grandes le molestaban. Le parecían incómodos para una mamada: acababa con la verga en la laringe, los ojos inyectados en sangre y cercano al vómito. Y ya se olvidó de lo de versátil para ser activo cien por cien: no había descubierto el placer de la penetración. Le fastidiaba perderse aquello por lo que sus pasivos gemían. Pero él nunca superó el dolor para alcanzar el placer, el miedo a manchar, la sensación de mearse al tocarle por dentro, de cagarse al retirarle el manubrio.

            Sumando lo uno y lo otro, se hartó de los hombres polla, de sus miembros y de sus vanidad: por colgarles algo inabarcable se hinchaban con un ego más propio del descubridor de la vacuna contra el Covid. Ya los evitaba, borraba los mensajes en grinder de los XL. No los quería ni para una caña. Y si no podía esquivarlos, si se los encontraba al bajarles los pantalones, ya no les piropeaba, tan solo se la comía controlando mucho que no le vinieran arcadas. Le bastaban 14 centímetros. Menos no: eso es de menores de edad, se sentía pederasta,

            El chico, el treinteañero ya, se giró de nuevo hacia él.

            -¿Qué haces luego?

            Quedar con él, no. O sí. Pero follar con él, no. Ya no le ponía. Y él ya no se acostaba con nadie por educación. Eso se acabó. Finiquitó aquello de por haber aceptado un ‘match’ o atender a una ‘tap’, endiñársela o chupársela a alguien que no le excitaba lo más mínimo o lo justo para empalmarse. Nada ya de ignorar sus deseos para complacer los de otros. Así resumía su ética de promiscuidad.  Si tanto querían triscar, que pagaran a un chapero, que en Madrid abundaban.

            -¿Mañana mejor entonces?

            Le insistía.

            Buscó al calvo. Lo necesitaba. Que polemizara con un tema, que invadiera aquella conversación, que dinamitará aquel momento, que silenciara aquello, que le salvara del pasado… Pero justamente ahora que rogaba por aquel plasta, justamente, ni rastro. Puto calvo.

 


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