YO Y LA ARQUEOLOGÍA
Me
había masturbado ya tres veces ese día, una de ellas en una videollamada. Lo había
hecho también con mi madre: videollamada, no otra paja. Había terminado la
tercera temporada de ‘La casa de las flores’ solo por Paulina de la Mora. Había
cocinado un salmón encebollado con soja que demostraba que debía limitarme a
abrir sobres de salmón ahumado. Había comentado las tonterías del TikTok del
chico que me gustaba, para que no me olvidara. Había leído ya la ración diaria de
‘Doña Perfecta’ de Pérez Galdós para cumplir con el anulado centenario. Había
ejercitado mis gluteos con el directo y didáctico chulazo de @crossfitclub. Y
ahora… ahora no tenía nada real que hacer, no sabía que hacer víctima de este
tiempo coronavírico: teletrabajando en una compañía sin apenas actividad a la
espera de no cometer ilegalidades si recibía en casa para follar. En algo debía
ocuparme y pajearme una vez más no lo consideraba prudente ni me consideraba
con reservas, así que decidí limpiar el baño para no aburrirme.
Como hijo de limpiadora que soy,
puedo ser muy exhaustivo con la limpieza, puedo ser muy arriesgado para acabar
con las bacterias, y ahora virus, puedo emplear todo tipo de armas y
desinfectantes… o sea, que mezclar lejía y amoniaco y hasta añado algún chupito
de KH7. Yo controlo, he visto a mi madre hacerlo, sé que lo importante es
alejar a la población vulnerable, abrir las ventanas y creer que la autovía respiratoria es que lo haces bien.
Sabes que los virus están muriendo
cuando tú te estás mareando. He temido más por mi vida por esa mezcla que por
otras. Pero tampoco hay que arriesgar tanto como Marta López saliendo con
Alfonso Merlos o Alfonso Merlos tomando como amigo a Javier Negre: me protegí
con la mascarilla que nos proporcionaron en la empresa.
La cosa marchaba bien: no me
desmayaba, ‘el sanitario’ olía a limón, los restos de semen de la ducha salían
con facilidad… pero el fracaso saludó con los azulejos, con las juntas: pasaba
bayeta, pasaba estropajo y como mucho el negro pasaba a gris, pero nada más. ¿Cómo
devolverles el blanco? Como ‘El pensador’ de Auguste Rodin con mascarilla
estaba sobre el váter, cuando en un giro de cabeza, en un movimiento de la
mirada se me cayó la manzana como a Isaac Newton, grité eureka como Arquímides,
encontré la solución: el cepillo de dientes, con uno podía arreglármelas y en
el cubilete había dos: el mío, verde, y el de otro, naranja, de un
desaparecido, como Ciudadanos, como Alex Gibaja, como la civilización maya,
como los Tartessos.
Pertenecía a Sebas. La primera noche
que se quedó, le ofrecí un cepillo de un kit de hotel. Se cepilló los dientes y
al acabar me sonrió: “Este es de una sola pasada. Y yo no voy a estar aquí una
sola vez”. Alguna más, dos meses me duró, hasta que me soltó por wasap diez
días antes del estado de alarma un “no eres tú, soy yo”. Cuando comenzó la
cuarentena, le escribí interesándome, tratando de retomar, pero comprendí sin
mucho estudio que un “todo bien, espero que pase pronto, cuídate” significaba
adiós.
Parado delante del armario del baño,
me fijaba y pensaba que, aparte de confirmarme como un Diógenes o un guarro descuidado,
ese mueble era un yacimiento arqueológico de mi historia sentimental, sexual o
afectiva. Se contaban unos cuantos vestigios con los que investigar o recordar
o repasar o exponer mi pasado:
-Agua micelar y algodones para
desmaquillarse, cortesía de Alberto. Alberto se maquillaba, no exagerado como
una travesti, sino como un hombre que defendía mejorar su apariencia con bases
y ‘conturing’. Aprendí con él de ese tema más que con mi madre y con mi
hermana, le acompañé al MAC y a Nix más que a ellas y mis labios se impregnaron
más de polvo con él que con ellas. Insistía en jugar conmigo y sus coloretes,
pero solo le dejaba quitarme las ojeras para complacerle y para desgracia mía:
parecía que alguien me había coloreado con témpera blanca. Alberto también se
pintaba las uñas y se vestía como un hombre con prendas de chica. Lo teorizaba
mucho, citando a ensayos queer y de género y blabla: se resumía en romper lo
prefijado y tocar los cojones. Su ramalazo activista se extendía a ‘La Facción
Invertida’: un grupo variado de homosexuales que hacían cosas como presentarse
con escobas donde hubieran denunciado una agresión homófoba para limpiar Madrid
de intolerancia. Dejamos de follar y ya no nos vemos tanto, pero aún nos
tratamos. Muy majo Alberto, tan majo que una noche en su casa compartimos a un
amigo suyo, qué majo también el Nachete.
-Un peine, discretito, para
domesticar un poco un tupé y no una melena. Eso podía corresponder a mucha
gente. Pero si debía apostar por alguien, lo haría por Daniel. No se quedaba
mucho en casa, pero después de acostarnos corría a la ducha y el agua le caía
más tiempo de lo que yo había caído sobre él. Cuando salía, su cabello estaba
alborotado como la cresta de un gallo. Y eso, para alguien que en cada espejo o
pantalla se relamía el pelo, obligaba al peine. El día que me negué a
alquilarle la habitación libre de mi piso fue el último que pagué de más al
Canal de Isabel II.
-Gel y cuchillas de afeitar. De Jacobo.
Jacobo probaba a encontrarse modelando su vello facial: apurado, barba
descuidada, patillas, perilla, barba y bigote. Con mostacho se quedó en nuestro
último mes: con un bigote con el que pretendía ser macho de Tom of Finland,
pero que se quedaba en chapero seropositivo gay de San Francisco. Lo nuestro se
apagó, sin más, sin dramas, sin ganas de reactivarlo. Y ahora, con sus
cuchillas me rasuraría la polla, que con el confinamiento tenía aquello
asilvestrado y había que podar para el fin de la cuarentena. Que como barbudo
paso ya de comprar Gillette y las que conservo ya están melladas.
Realmente, esta arqueología
sentimental no se limitaba al baño. El yacimiento de Atapuerca del amor se
extendía a más habitaciones. A todo el piso.
-En la cocina, junto a la harina y
el pan rallado, mantenía aún un bote con polvos de proteínas, para batidos. De
Pedro, una musculada con la que cenaba y desayunaba y entre medias, alguna vez, paseaba. No sé si
era por sus proteínas o por las inyecciones que se metía o por los diarios
entrenamientos, pero al pobre le costaba a veces entonarse, levantar el vuelo.
Tampoco le preocupaba mucho. Tampoco me preocupó mucho cuando nos distanciamos.
-En el pasillo, aquel carboncillo
enmarcado. Por aquello podía sacar dinero si se lo pasaba a un tatuador:
estética de portada de disco de grupo heavy de los 80; una mujer con su rostro
mitad humano y mitad lechuza; y de su cabeza, de manera elegante y ordenada,
eso sí, nacía una serpiente, un lobo, una paloma, un gato y una chica gritando.
Lo había dibujado Vicente. Se creía artista y yo creía que adularle serviría
para tirármelo. Y funcionó. Y tanto nos tiramos, que nos aburrimos el uno del
otro, y pese a todo, había mantenido eso ahí colgado. Bien pensado, no lo
ofrecería a ningún tatuador: nadie debía ser castigado con eso en la piel.
-En la mesa del recibidor, al abrir
un cajón, en una esquina, unos cedes de los que regalaba la difunta Rock
Deluxe: a mi primera relación de más de 15 días, seis menes, Jordy, le gustaba
la revista y la modernez, y yo, por seguidismo y entrega, me puse a estudiar a
Astrud y Facto Delafé. En otro cajón, un paquete de Lucky de Alejandro, el
repartidor de Uber. Aprovechaba las entregas por mi zona para verme durante el
reparto, lo que durara el cigarrito. Y ya, cuando acababa la jornada, se
encendía otro cigarrillo, el de después. Y más tabaco, el de liar de Iván, que
se presentaba en casa con el perro para tertuliear de Borges y Foster. Ambos
fumadores, Alejandro e Iván, y qué diferentes. El uno, fantaseando con todo lo
que gastaría de tocarle la lotería; el otro soñando con cambiar el modelo se
sociedad. Uno ansioso por la vida y el sexo; el otro, arrastrando la existencia
y el deseo. ¡Qué pena que Alejandro sólo fuera activo! ¡Qué pena que Iván solo
fuera gilipollas!
Iván, Alejandro, Jordy, Vicente,
Pedro, Jacobo, Daniel, Alberto, Sebas… no eran nada más que civilizaciones
menores, nada relevante, algún pequeño hito, como mucho en la historia de mis
relaciones sentimentales, de mi corazón o mi polla. En las crónicas de mi
afecto, la Mesopotania, el Egipto, la Grecia, la Roma fue ‘El Amor de Mi Vida’.
O trasladándolo a algo de hoy de tanto impacto como aquellos pueblos en la
humanidad, el universo de los ‘realitys’, en ese universo Él, ‘El amor de mi
vida’, habría influido tanto en mi como Gran Hermano, Supervivientes, o las
Kardashians en la televisión. Y el lugar donde se acumulaban los restos de
aquello era mi dormitorio.
En la cajita de los juguetes
guardaba el aceite que le gustaba para las masturbaciones, su suspensorio
blanco con ribetes negros, un par de braguitas que se ponía para excitarse y el
dilatador anal, que aprovecharía para lavar con solución hidroalcohólica, de
esta que ahora se empleaba para las manos, que eso debía dejarlo todo bien
muerto.
Encima de la cómoda peleaban unos
piratas y unos soldados de lego. A mí me atrae el mundo corsario y me regaló
esas figuritas que puse ahí por aparcarlas en algún sitio porque yo voy más con
los playmobil y Robert Louis Stevenson.
En los cajones de la cómoda: unos
slips de un color carne y una textura áspera como las bragas de las chicas los
días de regla; boxers de rayas de diferentes colores y otros con la cabeza de
Homer Simpson; y unos calcetines de Mickey Mouse que tuvo que dejar en casa
porque no se los quitó para chingar, se arrodilló para que me corriera encima
de él, se apartó para que no fuera a su boca y aquello cayó en la mascota de
Disney. Si no tenía vergüenza, podría ponerme los calcetines. Si perdía un par
de tallas, podrían hacer lo mismo con la ropa interior.
En el armario, en sus respectivas
perchas, perfectamente planchados: una camisa de Versace de garrafón, o sea,
una inspirada apropiación cultural de Zara; una camiseta blanca con la frase
‘If Britney survived 2007, you can handle today’, muy para lucir en estos
momentos; y una camiseta con los retratos de los seis arrestos de Lindsay Lohan
y el título de su película referencial, ‘Mean girls’. Adoraba esa prendas, que
si las había comprado en Londres, que si le inspiraba, que si definían una
generación… Las guardé como un cebo para reiniciar la relación. Nunca preguntó por ellas, jamás, y mira que
se enfadó el día que le envié un vídeo masturbándome con la camiseta de la
Lohan: en lugar de reconocer y aplaudir el gesto de grabarme para él y cachondo
por él, solo le preocupaba que no se hubiera manchado… pues nada, ni una
pregunta ni nada.
Pero en general, con Él, ‘El amor de
mi vida fue todo así’: desapareció como la Atlántida en cuanto el día de los
enamorados me reconoció que llevaba meses acostándose con otro mientras a mí me
negaba cualquier caricia con la excusa de una depresión sexual. Ese 14 de
febrero desplegó una honestidad brutal, se lo recomendaron sus compañeros de
trabajo por lo visto: me pidió que dada la confesión, anuláramos la cena y que
así se iba a casa del otro, que era lo que iba a hacer en cuanto acabara
conmigo, excusarse con cualquier tema para no dormir conmigo. Naturalmente,
alguien que festeja San Valentín comprende estas cosas: le dejé marchar.
Esa
herida ya está curada. No duele. Escuece un poco, pero no más. Lo que me
endemonia es que lo que él me expolió. Porque igual que los británicos robaron
los frisos del Partenón, el me robó tres libros: ‘Ambiciones y reflexiones’, de
Belén Esteban; ‘Ni puta ni santa, las memorias de La Veneno’, de Valeria Vegas;
y ‘La vida iba en serio’, de Jorge Javier Vázquez. Los dos primeros los perdono
porque no me aportaron nada que no supiera o intuyera, pero el de Jorge Javier
me pareció un descubrimiento: bien escrito, sincero y reflejo de muchas
alegrías y angustias propias de cualquier maricón de cierta edad y ciertos
ambientes. No ganaría el nobel, pero dudo que lo ambicionara. No ganaría el
Nadal, pero dudo que lo pretendiera. Sin embargo, los que posturearían con el
Planeta le atizaban sin leerlo, como el personaje de Antonio Machado al que
Charles Dickens le parecía tan malo que ni lo había leído. Anda que no he
discutido con esos culturetas por ese libro y por el personaje, con los mismos
que ahora lo han disfrazado de La Pasionaria. Y el muy hijo de puta, ‘El Amor
de Mi Vida’, no Jorge Javier, arrampló con él.
Bueno, se lo presté cuando suspiraba
por él. A cambio abandonó por mi casa ‘Defectos perfectos’ de Chenoa. A punto
estuve de donarlo, pero al final lo conservo por una reflexión que uno querría
haber subrayado en un texto de Mario Vargas Llosa, de Irene Nemerovsky, de
Stefan Zweig, de Joseph Roth, de Francisco Umbral, de Miguel Delibes, Mario
Benedetti o Jaime Gil de Biedma, pero al final uno se refleja e identifica con Laura
Corradini: “Uno es responsable solo de aquello sobre lo que tiene control, y
nadie tiene poder sobre los sentimientos de los otros. No hay nada que podamos
hacer para que nos quieran, para que nos traten con consideración. Y mejor no
intentar que te necesiten, solo acabarás perdiendo: el tiempo y la autoestima”.
Un libro de una autora que escribe algo así, y sale en chándal llorando ante
toda España tras abandonarla por otra el hombre por el que retardó su carrera,
debe preservarse en toda biblioteca como el ‘Lunas de hiel’ de Ana Rosa.
Y dado que revisando el catálogo de
mi patrimonio histórico artístico se me habían pasado las horas, pasé de
limpiar las juntas de los azulejos del baño, me hice algo de cenar y me senté a
ver el polideluxe a la Chenoa del confinamiento: a Marta López. #JeSuisMarta
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