ÉL Y EL PASATIEMPO
Ricardo no se engañaba: de no ser por el aburrimiento del confinamiento, Ángel no habría vuelto a charlar con él. Sabía que le utilizaba como pasatiempo. Que buscando entretenímiento le respondió aquel wasap y comenzó una conversación. Que desde entonces había seguido escribiéndole porque le distraía, le divertía, le amenizaba la cuarentena. Charlaba a diario con él, si Netflix no le contraprogramaba, por aquella labia y gracia distinta a la habitual de sus amigos y ligues. Trataba con él, en gran parte, por la imposibilidad real de quedar, por lo obligado a retrasarlo, olvidarlo o postergarlo: una pandemia impedía plantearlo a Segis y libraba de excusarse a Ángel.
Ricardo sabía que Ángel no quería nada con él. Tampoco aspiraba a un noviazgo, sino a regresar a su acabada relación de follamigos. Un trato deseable con un chico como Ángel: un trípode como polla, un túnel como ojete, una neurona como cerebro. Era un estúpido de abarcable cuerpito moreno y así le ponían a él. Por eso la atención dedicada: para volver a la situación anterior a la pandemia, anterior a aquella nota de audio en la que le despachó reduciéndole a mensajes ocasionales como cortesía y a no verse más como regla.
Ahora confiaba en recuperarlo para cañas y folleteo. Y se fiaba a la táctica de la gota china para ello. Pero necesitaba más tiempo, más aburrimiento, más soledad, más encierro, más coronavirus. Para su estrategia, para su cama, Pedro Sánchez debía aparecer en uno de sus ‘Alo presidente’ lamentando el retroceso a la fase -1, o -2. Por eso Segis cruzaba los dedos para que Fernando Simón se confiara a una estrategia equivocada. Por eso aplaudía a los voxeros de Núñez de Balboa. Por eso amaba a Isabel Díaz Ayuso por forzar al Gobierno a abrir Madrid. Por eso defendía a los hosteleros exigentes de más aforo. Por eso respaldaba a actores y toreros y su llanto por autorizar ya los espectáculos. Por eso por eso animaba a los adolescentes en manada, por eso jaleaba a los padres que se juntaban con otros en los parques. Y ya no solo por seguir trabajándose a Ángel, sino porque el invierno del coronavirus había traído un verano para él. Vivía en un sueño, en una ficción de la que despertaría con el fin de la pandemia. La nueva normalidad española derrumbaría su nueva normalidad personal en todos los ámbitos.
En el trabajo, en su departamento, media empresa teletrabajaba. Entre madres, vulnerables, sospechosos y aprensivos se habían quedado un jefe, cuatro compañeras y él. Los trabajadores, veinteañeros con más miedo al ERTE que a terminar intubados por neumonía. El jefe, un cuarentón con el síndrome de asperger, creía que el teletrabajo lo inventaron los políticos escandinavos para que lo usaran sindicalistas mediterráneos para escaquearse. Eso no lo escondía. Lo asintomático era su misoginia laboral. Gracias a esas desconfianzas oficiosamente había ascendido.
Las compañeras, habitualmente correctas en el trato y ya, se le acercaron, intimaron. El coronavirus había roto los grupos y corrillos habituales de la oficina, les obligo a acercarse. Pero también lo impuso porque, dado el confinamiento, fuera de con quien vivieran en casa, no tenían a nadie más que a los colegas y a la cajera del supermercado.
En grindr, de repente, se le multiplicó el número de los que le entraban y de las respuestas de los que él fichaba. A todos sus amigos les sucedía lo mismo. El personal andaba caliente y dispuesto a cualquier sustitutivo: charla, fotos vídeos u otra cosa: Perdió la cuenta de las pajas por vídeollamadas: con tíos que enseñaban su cara, con otros de solo mostrar la polla, con quienes le susurraban que les narrara cómo se los follaría, con quienes le gritaban que gimiera más y más alto, con habituales ya agendados y con otros que ya figuraban en sus contactos… si cumplían todos, necesitaría tantos días como los del aislamiento para cumplir con todos: Felipe, Pablo, Patricio, Lázaro, Vini, Álvaro, David, Pepe, Alejandro, José Miguel, Ángelo, Aaron, Sergio, Richie, Murillo, Javier, Emilio, Tito, Mariano, Edwin, Felipe, Lale, Iván, Oto, Mike, Gabriel, Fran… con su experiencia en este mundillo, calculaba que tres cuartos se evaporarían y le bloquearían en cuanto se decretara el fin de la alarma.
Antes del Covid, entraba al gimnasio, se centraba en sus máquinas y pesas y, como mucho, asistía a una clase de ‘body pump’ o ‘spinning’, se cambiaba en el vestuario y se marchaba sin cruzar más que un saludo con el recepcionista. Pero los gimnasios se clausuraron. Esa rutina debió sustituirla por los entrenamientos virtuales, de los ofrecidos gratuitamente por instagram por entrenadores profesionales en parón. Los suyos, @MarcTraining y @SheilaCoach, una pareja de Palma con la que cada mañana le torturaban con calistenias, hiit, isométricos, metabólicos, tábatas para no expandirse. Y llegaron a conocerle, sabían quién era desde que se conectó a un directo en su sesión. Desde ese día, en cuanto aparecía que se unía, se repetía el saludo:
-Se conectó Ricard, –anunciaba él recortándole el nombre.
-Riiichiiieee, hooolaaa, Riiichiiieee-chillaba ella con su acento y alegría brasileña anglinificando su Ricardo-
-A ver si hoy te haces un rato de entreno con nosotros.
Y se lo hacía. Y lo perdería en cuanto se permitiera entrenar en la calle, ya lo habían avisado: hasta ese día los tutoriales. En ese momento, adiós. En ese momento tendría que despedirse de todo lo bueno de la pandemia, y había traído mucho.
¿No se quejaba de la falta de tiempo para leer? Pues ya se había cansado de leer. ¿No iba atrasado con series y películas? Pues puesto al día. ¿No sufría por la operación bikini? Pues nada de playas ni piscinas. ¿No le aburría el festival de turno con los colegas? Pues a tomar por culo festivales. ¿No aguantaba cada vez menos en noches de 12 euros cada copa? Pues cerradas las noches. ¿No se gastaba una pasta en los viajes a países tercermundistas que decidían sus amigos? Pues se jodió el volar. ¿No le costaba llegar a fin de mes? Pues ya no había nada que pagar más allá de Netflix. ¿No le jodían las viejas que no le esperaban para el ascensor en el edificio? Pues ahora todas escondidas en sus casas.
Realmente, lo peor de la pandemia venía por la familia. Por culpa del virus; por la prohibición de juntarse con los mayores y de juntarse en general; por el miedo a que le pasara algo; y porque le parió, todos los días, a las diez de la noche, videollamada con su madre. Una hora, como mínimo. La vida interrumpida, el mundo detenido y ella capaz de parlotear con él sin mañana. El planeta en una situación excepcional, las sociedades en un hito extraordinario y su madre y él siempre acababan igual: enfadados, discutiendo por lo mismo, por lo descastado. Pero no había que dramatizar: su felicidad actual bien valía las malas consecuencias de una pandemia universal.
Comentarios
Publicar un comentario