ÉL Y LOS TATUAJES
Ángel se haría cuatro tatuajes en cuanto acabara el confinamiento, en cuanto los estudios abrieran. Siempre quiso, nunca se arrancó, ahora se decidió, tras rumiarlo mucho en las horas de encierro: cuatro de golpe, el mismo día si se podía, o cuatro o ninguno, o todo o nada. Algún día podía arrepentirse de ellos. Contemplarlos y que no le representaran, que mostraran a un Ángel que ya no existía o del que renegaba. Que se sintiera estúpido o infantil al verlos. La gente cambia, podía ser, seguro Pero ahora no pasaba y no se detendría por un hipotético remordimiento futuro. Se arriesgaría. Él era arriesgado, de tirarse al vacío, o así se lo repetía a sí mismo y a los demás: arriesgado y entregado, de darlo todo por lo que apostaba en cada momento. Y hoy, para él, saltar al vacío y arriesgarse, la aventura consistía en tatuarse. Lo había imaginado todo mil veces, lo había repasado todo otras tantas: el temor a la aguja, el pellizco del pinchazo, el shock de asumir de golpe manchas eternas, el vértigo de lo irreversible, el enfado de su madre, el aplauso de sus amigos, los maromos que atraería, el ansia ahogado de abandonar en cuanto se sentara con el tatuador, las seguras risas del chico ante su previsible pánico, la angustia de el brote de sangre, la tinta circulando por su cuerpo, la fantasía de la sangre negra, el subidón de lo novedoso, la sensación especial de ser único, de personalizarse su cuerpo, de elegir sus cicatrices, sus marcas, sus mensajes…adrenalina. Le gustaba, la quería, la necesitaba. Después de semanas de excesiva placidez, se la inyectarían con esos cuatro tatuajes.
Uno, seguro, en el brazo derecho, donde la patata: una gran cruz latina. Ese le dolería por zona sensible y por los continuos pinchazos para rellenarlo de tinta. Sangraría bastante.
Otro, encima del codo izquierdo. Ahí dudaba si la palabra ‘pasión’ o ‘carpe diem’. Ambas le definían, creía. Él era muy pasional, muy impetuoso, muy arriesgado, muy ‘echao p’adelante’, presumía. Y también muy de ‘carpe diem’, muy de aprovechar el momento, de disfrutar de lo de ahora, o eso le enseñaron que significaba aquello, más o menos. Vacilaba entre ambos, solo tenía claro que si elegía ‘pasión’, la escribiría en inglés, en el idioma universal, para que así todos captaran su personalidad a la primera, nada más leerlo: ‘passion’.
En el pecho, en el izquierdo, encima del pezón, se grabaría en número romanos su fecha de cumpleaños, el momento más importante de su vida, ahí empezó todo: XII-IX-MCMXCV. Igual se empalmaba durante los pinchazos, porque se excitaba en cuanto le rozaban por ahí. Pero dudaba de eso: con lo largo de la sesión de tatuaje y la tensión dudaba de que se le levantara en ese momento. Tampoco el tatuador le atraía.
En el muslo derecho, el último tatuaje, una frase: “La libertad consiste en ser dueños de nuestra propia vida”, de Platón; o “Hay que seguir bailando aunque la vida te deje sin música”, de alguien que ni aparecía en la Wikipedia en español. Las encontró al googlear ‘frases tatuaje’. Estaba indeciso sobre con cuál se identificaba más. Igual descartaba ambas. Buscaría un poco más a ver si daba con una que le definiera mejor y luciera bien al dividirla en tres líneas para ocupar bastante muslamen. Pero fijo que en griego: le gustaba la forma de la escritura, como más mágica y elegante; y además, le serviría para que alguno se le acercara y con la excusa de preguntar qué significaba, comenzar a tontear con él.
Nadie conocía su intención, salvo Segis. Bueno, y Cris, su mariliendre. Pero de chicos, de hombres, solo Segis, la persona con la que más había charlado, con la que más se había relacionado, familia al margen, por wasap o videollamadas, durante la alerta del coronavirus.
Los meses previos al decreto de alarma cenaron y follaron alguna vez gracias a Grindr. Más de alguna vez, como dos veces por semana. Se divertía con él, se entretenía. Por un instante calculó si pasar del sexo con cañas o a algún tipo de relación, pero lo descartó, no quería emparejarse. Como descartó seguir encamándose con él: ya se había cansado de sus besos blancos, ya no le aportaba su rudeza, le robaba tiempo para encontrar a otros. Y ahora quería a alguien para el que el ‘fisting’ fuera algo más que meter el dedo y para el que la dominación fuera algo más que lo que se ve en ’50 sombras de Grey’. Le envió un wasap aclarando secamente la nueva normalidad: mensajes ocasionales como cortesía y no verse más como regla. Sinceridad siempre.
Unas semanas después, atacó la pandemia, sobrevino el encierro y sus renovados amantes resultaron sosos y muy básicos. Más allá de dos conversaciones sobre el último vídeoclip de Ariana Grande y Lady Gaga y lo facha de la gente de VOX, fuera de unas fotos de pollas y culos y promesas de sumisión, le aburrían. Tampoco sus amigos amenizaban mucho: sus vidas se aplanaron antes que la curva de contagios. David, Christian, Sebas y Tony valían menos de pasatiempo que la nueva OT del coronavirus. Y siempre se repetían con lo mismo: peleas con novios, peleas con padres, peleas con jefes, o peleas con la web del Servicio de Empleo. Así, nada ayudaba a diferenciar unos días de otros. Hasta la reaparición de Segis con uno de esos mensajes de cortesía ocasional al que Ángel supo engatusar para que se convirtiera en costumbre diaria.
Segis le cogía el teléfono para acompañarle toda la madrugada cuando le tocaba ese turno en la recepción del hospital en el que trabajaba. Se grababa vídeos de coña bailando el ‘Say So’ o el ‘Se iluminaba’. Se intercambiaban audios cantando el ‘Agapimú’ o la ‘Tusa’ fingiéndose un karaoke. Parodiaban sus respectivas poses del instagram. Revisaron con guasa las publicaciones más antiguas del Facebook para concluir que mejor con barba y sin kilos. Jugaron al parchís en red desconociendo las reglas. Vieron juntos e interpretaron en la distancia ‘El hoyo’ . Y se tomaron un par de cerveza a lo zoom alguna tarde de domingo, momento de la semana siempre soporífero sin un ‘tanga’ o unos ‘churros’, con o sin coronavirus.
Lo más tenso venía con el sexo. Uno quería y el otro no. Segis gimoteaba una videollamada para pajearse o algún vídeo subidito para inspirarse él. Ángel le contenía con un tiktok imitando al rey de esa red, Samuel Sánchez. O sea, sonrisa picarona, perreo sin camiseta y un calzoncillo donde la polla bamboleara. Salvo ese único incordio ocasional, Segis le entretenía la cuarentena, le hizo más llevadero el aislamiento, que ojalá levantaran pronto. Que quería ya de una vez por todas quedar con Cris, con Tori, con David, con Sebas, con Tony, que con todo eran sus amigos, su gente, los suyos. Quería abrazarlos nada más verlos y fotografiarse para recordar eternamente en Instagram el encuentro, que ya perdió la cuenta del tiempo alejados. Como solía repetir a gritos y en susurro, enrabietado y suplicante: “Señor, que se acabe esto ya”,
Rogaba a Dios o a quien correspondiera, a la Ciencia o al Gobierno, que hubiera verano. Que abrieran las piscinas y las playas. Que le dejaran ponerse moreno tumbado al sol y flotar meciéndose con los ojos cerrados. Que pudiera enseñar su cuerpo fibrado mantenido con dominadas caseras y levantamiento de garrafas. Que pudiera ponerse sus bañadores turbo. Que pudiera lucir sus cuatro tatuajes. Y ronear con chulazos interesados en ellos. Y beber mojitos por las noches en las terrazas. Y desfasar en las verbenas de los barrios. Una semana al menos. Una semana en Maspalomas: playeo, buen comer, relax y fiesta.
Aunque sacrificaría el verano por un septiembre limpio, sin rebrotes del virus, sin volver a esconderse en casa y con los bares y las discotecas abiertas del todo. Quería celebrar sus 25 años de verdad y no limitado, con risas y no con mascarillas. Quería festejar su cuarto de siglo: comenzaría con cañas y tarta en un bar primero, donde todos le cantaran sin aire el ‘cumpleaños feliz’, igual en el Naranja de Malasaña o en el gallego de Chueca, pero en el centro. Y seguiría en el ‘Baila’. Y después terminaría en ‘Delirio’, perreando hasta el suelo. Con todo el mundo felicitándole, con muchísima gente: con Cris, con Tori, con David, con Sebas, con Tony…
Invitaría a Segis, obvio, que seguro que animaba cualquier fiesta. Y a Pipe, el rubito XL de Moncloa que le entró estos días por el Instagram. Como Miguel, el tirillas cachitas, a ese también le diría que se pasara, obvio. Y a Abrantes, el calvito peludo del grindr, que compensaba su falta de atractivo con el exceso de morbo. Y al ‘ambulanciero’ de labios feladores que se le acerca sin guardar las distancias. Y a Angelo, su tocayo colombiano, un bomboncito caribeño. Y a Miguel, el pijo del barrio de Salamanca que prometió invitarle a ‘El Espejo’ de Colon y sitios así en cuanto se pudiera. ¡Con lo que le gustaba eso a él, que le mimasen y le consintiesen! Quedaría con él y con los otros cinco en cuanto Madrid cruzara a la fase 1. Ya para catarlos, que ya sobraba tanto vídeo y tanta foto. El cuerpo pedía carne. Que tenía que recuperar lo perdido, o sea, follar, chingar, joder, mojar, pinchar, bombear, taladrar, trajinar, zumbar, pinchar, triscar. ¡Sexo! Que no cataba desde el domingo de Carnaval, que se le estaba cerrando el agujero. Quería polla ¡Qué hambre de polla tenía! Mucha. De morderla y comerla a trozos. De untarle nata y juntar las dos cosas que más le gustaban. Igual se tatuaba ‘goloso’ o ‘travieso’ en un lado del dedo corazón. Pero en inglés: ‘sweet tooth’ o ‘naughty’. A ver que opinaba Segis.
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