ÉL Y EL CASADO


Tito despachó a su amigo. Le colgó la vídeollamada, rápido, sin una despedida muy formal, en cuanto se alertó de que habían dado las once de noche. A esa hora le telefoneaba Julián: a las once, a las once y diez, a las once y cuarto, siempre dentro esos primero quince o veinte minuto. Y justo, sonó el móvil: 23:09.
            -Buenas noches, guapetón.
            Previsible en todo: en el horario, en el piropo, en encontrarse en el baño, en tener abierta la ducha al máximo, en estar ya desnudo, en hablarle susurrante, en la pregunta de cortesía…
            -¿Qué tal tu día?
            No le importaba. Le daba igual. Mera fórmula de educación antes de que le ordenara lo de siempre.
            -Desnúdate
            Tito se colocó delante del móvil. Comenzó moverse suavemente, musicalmente, y el ritmo deslizaba sobre sus hombros su camisa blanca, desabrochada ya, aguardando la cita ya. Cayó al suelo. Solo había una prenda más en su cuerpo: unos slips, blancos también. Sin dejar de balancearse sensualmente, corrigió la posición lo justo para que todo la atención de la cámara del se centrara en su polla oculta, su paquete. Posó sus manos en la cadera y con sus dedos bajó el calzoncillo, su sexo quedó al descubierto, bamboleante, oscilante con sus candencias. La prenda aún le esposaba a la altura de los tobillos. La retiró con cierta torpeza, se la llevó a la boca con algo de elegancia, lo agarró con sus dientes y comenzó a girar para dar la espalda, para ofrecer su culo, redondeado, abierto, con ese antojo en la nalga izquierda. Mirando siempre de soslayo. Sin dejar de mecerse, armoniosamente imaginando que su ritmo correspondía a la melodía del ‘I’m your man’ de Leonad Cohen, que él interpretaba la letra: “Si quieres un amante… aquí estoy, soy tu hombre”.
            Julián se masturbaba, Tito no. Ni se le ocurría parar su exhibición para ello, para compartir el clímax, para acompañar. No le correspondía. Sabía que Julián no lo quería, no le agradaría. Solo buscaba excitarse con él, su juguete virtual, la comida con la que matar la gusa, no el comensal con quien compartir la mesa. Y, siguiendo la metáfora, le engullía, con ansia, aquella de quien pasa hambre, de quien guarda dieta y al final del día se la salta, la abandona, se libera.
            Su brutalidad sexual masculina al pajearse destacaba, contrastaba, desentonaba rechinaba en aquel baño. Su cuerpo moreno y violento se agitaba rodeado de azulejos blancos con vetas grises; su mano se agarraba en  el lavabo de dos pilas de mármol rosa; su espalda se apoyaba en el trasparente absoluto de la mampara de aquella ducha más grande que su terraza; su semen lo limpiaba con el papel de los cestos de mimbre de ligero marrón; su dedos los secaba con suaves toallas de azul pastel.
            Para completar el cuadro sorollaniano faltaban las flores. Los primeros días del confinamiento había mimosas encima de la encimera, pero de eso hacía ya casi dos meses. Habrían muerto y su esposa no habría podido reponerlas con las floristerías cerradas. Con todo, aquel baño de catálogo de Porcelanosa merecía un reportaje de la revista El Mueble. Su mujer, había que reconocerlo, tenía buen gusto. No solo por el baño. Uno de los días, Julián salió un momento y dejó la puerta abierta con la cámara enfocando encendida. Oteó una franja del dormitorio al que pertenecía el baño, un fragmento: el pie de la cama cubierto de una colcha que parecía una nube esponjosa; el frente de una cómoda de carpintero o bien heredada de la abuela o de El corte inglés; suelos de roble tapados por una alfombra de lana; paredes blancas recorridas por su moldura con detalle; la cortina cubriendo la ventana; y todo limpio y luminoso pese a ser casi medianoche, pese a haber sucedido un día. ¡Y flores! También vio unas flores blancas asomando. Ni idea de cuáles. Solo identificaba a las rosas y a las margaritas.
            Nunca le había llevado a esa casa. Y nunca le llevaría. Lo sabía. Nunca dejaría entrar a su puta al hogar  donde vivía con su mujer y sus dos niñas. Por eso siempre le citaba en hoteles. Lo suficientemente céntricos para ser fáciles de llegar desde su empresa para jugar al ‘Men at play’, lo suficientemente cercanos a su oficina como para justificar una reunión de trabajo allí. Todos de NH, su empresa debía contar con algún tipo de acuerdo. Conoció así varias veces el mismo hotel: NH Núñez de Balboa, el NH Príncipe de Vergara, el NH Colón…
            Su clon favorito era el de Lagasca, no por las vistas, por los escaparates. Si sus turnos en el Lush se lo permitían, si se podía ajustar, si quedaban por la a la hora del almuerzo, después de follar paseaba por el barrio de Salamanca. Se paraba delante de los ventanales de firmas que no podía pagar, de las de mujer. No por travestismo, por educar el ojo: se reconocía y aprendía más en la riqueza y derroche de los colores y formas de la moda femenina  que en la pobreza y austeridad de la masculina.       Regresaba al hotel a media tarde, a la espera nuevamente de Julián. A la hora de los afterwork, ellos volvían a follar con tiempo para que cenara con su familia. Tito lo hacía solo en la habitación. Según el ejercicio del día, alternaba el centro de solomillo con el lomo de bacalao. Y antes de dormir, se encendía un porro y se daba el capricho de bañarse, algo imposible en su casa: demasiado compañero, demasiado gasto de agua. A la mañana siguiente, temprano, Julián le despertaba y le violaba con más fuerza, con más ambición, con más brusquedad, con más agresividad. Cuando acababa, desayunaban en el cuarto. Tito, huevos y bacon, zumo y té. La bestia, un café solo con doble de azúcar.
            Esos 15 minutos juntos liberados de la constante sexual eran los úTitos en los que hablaba, en los que, por muy poco que fuera, podía descubrirle, leerle más allá de lo que revelaran sus embestidas. Y siempre gracias al móvil. Por el móvil leía las noticias económicas que comentaba: “Pintan bastos. Nos la vamos a pegar igual y esta vez no es nuestra culpa”. Por el móvil planificaba su tiempo libre comprando entradas: “Tienes que ir a lo de Rembrandt en el Thyssen. Está hasta mayo, tienes tiempo, pero no te confíes”. Por el móvil, por su salvapantallas, las niñas: quinceañeras ya, con poco más de dos años de diferencia; una más decidida que la otra; más finas que el padre, poco gen heredaron; de melena y estatura de clanes que nunca pasaron calamidades. Podría reconocerlas por la calle. A la mujer no, jamás vio ninguna imagen de ella. “Errores que uno comete. No siempre es fácil mirar el futuro. Llevamos casados 18 años. Hay cariño. Hay niñas. Hay negocios. Nos entendemos”.
            Podría haber indagado, pero para qué. No le atraían las historias de frustrados maricones casados malfollados. Tampoco psicoanalizarlos. Y sobre todo: no quería espantar a Julián. Quería alargar el tiempo que durara. No por conquistarlo o seducirlo. No, no sentía nada amoroso. Como mucho, un naciente colegueo propio de quienes se beben mutuamente su semen. Honestamente: no quería perder su morbosa polla. Llevaba ya siete meses con ella, con él.
            Lo conoció por Grindr. Le entró desde un perfil vacío de foto y descripción enviándole todo un catálogo de sí mismo: fotos de cuerpo entero, de polla, de culo, por delante, por detrás, tumbado, de pie… todas decapitado y todas mostrando a un macho en el que el entrenamiento diario no podía contener ya plenamente el avance de los 50, las formas cultivadas con la flacidez brotada. No podía ocultarlo en la cara: cuando la confianza le dio seguridad para presentarse del todo, su rostro delató bolsas en los ojos, mejillas hundiéndose, barba tintada… avejentado y hasta feo, y aún así, le apetecía mucho probar a Julián: exudaba sexo. Pero nunca encajaban una fecha, parecía que jamás se catarían, siempre algo lo impedía, hasta aquella noche de jueves.
            Había ido solo  a la Filmoteca a ejercer de cultureta, a una proyección de material cinematográfico restaurado del primer tercio del siglo XX: “Nitratos recuperados”, noticiario, cortos y vídeos caseros. Interesante por lo curioso de lo narrado y las restauraciones, aburrido por todo lo demás: se lo podía haber ahorrado y así no gastar ahora sin provecho 50 minutos en metros y transbordos, caminatas y esperas hasta caer en su cama, por La Peseta. Hasta las diez y media o las once no llegaba. Y encima, tendría que preparse algo de cena, con la pereza la cocina, elaborada o no.
            Iba a apostarse consigo mismo a los chinos si picaba algo en el McDonald de Atocha, cuando comenzaron a amontonarse mensajes en el wasap: “Ando por el centro, que se me alargó una reunión. Si estás, ¿nos vemos?”,  “Si quieres podemos tomar algo, sin compromiso, por conocernos, que tengo curiosidad ya”, “Voy conduciendo, igual tardo algo en responderte”, “Si me dices donde estás, aparco y voy a buscarte”
            Conduciendo. Coche. Eso lo propulsó todo, lo aceleró, lo provocó: lo camelaría para que le acercara hasta su casa. Como mucho, por ese servicio de taxi, le correspondería pagar con unos besos, con una chupadita. Y no era mal canje: se la comería un día u otro en un sitio u otro, que más le daba hoy, en un coche y cerca de su casa. Era un negocio que no desaprovecharía.
            “Te espero en el Teatro Monumental”
            “Dame 10 minutos. Voy en un Q5 gris metalizado. Estate al quite. Te pito y subes”.
            Le pitó, subió.
            -Por fin nos vemos.
            -Sí, por fin.
            Con risa nerviosa por las circunstancias evidentes, Tito le observaba: igual que en las fotos, igual de follable, más así trajeado. Julián le leyó la mente: en un semáforo, ya traspuesta la iluminada y transitada Atocha, sin reacción posible, le agarró del cuello y le inmovilizó con su lengua, le mordió el labio.
            -Qué ganas te tengo. Es que estás muy rico, cabrón.
            Y cuando el disco pasó del rojo al verde, el pasó de la palanca de cambios a la entrepierna de Tito.
            -¿Tú también tienes ganas, eh? ¡Vamos a follar!
            La dirección que tomó no la reconocía, no la identificaba.
            -¿A dónde vamos?
            -Vamos a un descapando de El Pardo, cerca de donde enterraron a Franco. Lo usan como un aparcamiento, muy tranquilo a esta hora.
            En toda su vida no había visitado ni el palacio ni al monte ni el cementerio de El Pardo. Ni ganas ni necesidad.
            -Queda lejos de mi zona. Yo vivo por La Peseta.
            -Y de la mía, Pozuelo, pero no te preocupes. Luego te acerco.
            -¿Cuánto se tarda del descampado a La Peseta?
            -Media hora supongo.
            -¿Cuánto se tarda al descampado?
            -Media hora
            Efectivamente, a la media hora estaba atravesando cuarteles, el palacio, una iglesia, edificios de escasa altura, la nada… Había enfilando hacia el cementerio en una calle que no parecía tener salida, sin nada a la derecha y sin nada a la izquierda. Adivinaba un campo de fútbol, pero con la oscuridad ni lo podía asegurar ni lo pudo descubrir. El coche subió a una pequeña explanada a la derecha y aparcó.
            Julián le miró. Sonreía con una sonrisa propia de sátiro o de psicópata. Y en ese momento Tito optaba por lo segundo, por lo peor: había montado alegremente y descuidadamente con un asesino homófobo, o un maricón que disfruta matando, porque iba a morir, eso seguro. Los periódicos le nombrarían ‘la víctima del grindr’. Y su madre… ¿cómo explicaría a sus tías que le habían apuñalado, ahogado o lo que fuera al lado de la tumba del dictador después de que se corrieran en su boca? Y qué triste manera: después de ver una película de posturno y sin haber cenado. Sentía lo mismo que al montar en una atracción de feria justo cuando comenzaba a moverse, a alzarse, a agitarse: que la seguridad no cerró bien, que saldría disparado, que se escurriría, que adiós…
            -Te veo tenso, relájate. Vamos.
            Salió del coche para montarse en la parte de atrás. Le imitó.
            -Aquí vamos a estar cómodos, los asientos están calentitos, llevan calefacción.
            Tentaba el cuero buscando el calor, cuando de improviso le desabrochó la camisa y le lamió los pezones; le desabrochó el pantalón, y le lamió la polla. Y Tito fue soltándose. Puede que muriera, que aquel conocido de tres wasap y tres envíos de fotos subidas le clavara una piedra en la cabeza y luego calcinara su cuerpo, pero si estaba de Dios que pasara eso, también que disfrutara previamente. Y se sentó sobre él, botando con su impulso y el de Julián, equilibrándose con las manos en el techo. En un cambio de postura, su cara se restregó contra el cristal y al borrarse el vaho se vio frente con frente con alguien. Gritó.
            -Son mirones. Ni caso, no hacen nada.
            Y Julián siguió a lo suyo: a metérsela, a disfrutar de él, a ignorarlo todo para su deleite, con una seguridad más atrayente que temeraria. Ahí empezó Tito a gozar. No por una fricción golpeando su interior más excitable, sino por la actitud y comportamiento de su amante. Ahí decidió repetir con él siempre que le llamara. Y siguió repitiendo cuando le desveló su matrimonio. Y ahora, en cuarentena, continuaba atendiéndole como permitía el respeto al confinamiento: desnudándose para que él se masturbara en el baño; después del entrenamiento, para justificar la ducha, como coartada para que su esposa no sospechase de lo que hacía cada noche pasadas las once durante quince o veinte minutos.


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