ÉL Y LA MADRE
No
entendía qué veía en ellos. Que le atraía, qué le gustaba, qué encontraba. Pero
ahí estaba. Como todos los días a esa hora: delante de la televisión viendo esa
serie de dibujos animados. Realmente, se tragaba todas, pero esa le hacía
especial gracia. ‘Somos osos’, se llamaba. Tres hermanos o amigos osos viviendo
entre humanos como si nada, como uno más. Uno polar, otro pardo y otro panda.
¡Cómo acabábamos de la cabeza! ¡A dónde nos llevaba la edad, o en su caso, el
alzheimer! Aguantaría tranquila un rato. Luego habría que buscar más dibujos. O
detectives. ‘Rex’, el perro le entretenía
mucho. Y la misa, pero ya no tocaba hasta mañana a las 12.
Ahora
que ella se distraía y que su hermana había salido al supermercado, ahora que
contaba con tiempo, se pondría a hacer ejercicio. A ver si el confinamiento le
servía para perder unos kilos, muchos kilo. Pesaba 90 kilos, o un poco más. En
su mejor momento oscilaba entre 72, 75. De eso no dudaba: limpiando cajones
aparecieron los ticket de hacía siete años de la báscula de una farmacia y esos
kilos salían.
Era
otro momento de su vida: comía mejor que en casa de su madre, se apuntó al
gimnasio y vivía con Samu. Él, su novio durante tres años, le adelgazó. El
último año, cuando vivieron juntos. Le asustaba al metabolismo, le agarraba los
nervios, le estresaba con sus guerras: maniático de la limpieza, obsesivo con
casarse, emperrado en adoptar un niño, obcecado con que ganará más dinero y
cansino con lo de follar más y mejor. Totalmente distinto a cuando lo conoció,
a cuando comenzó a salir con él, a cuando viajaban a Ibiza. Pasó de comportarse
afeminadamente a comportarse como su madre. ¿Boda? ¿Hijo? ¿Con menos de 30
años? Horroroso. Lo único bueno que sacó de aquel año fue un trío y un
jueguecito con unas esposas. Huyó de Samu. No sabía nada de él. Del del trío,
Rodrigo, se hizo amigo.
Desde
aquello había pasado mucha fritanga. Su hermana Mamen solo guisaba eso. Trabajaba
en la plancha de un bar preparando calamares, croquetas, tortillas y demás
raciones. Y en casa no desconectaba con otras recetas. Más o menos lo mismo. El
último almuerzo consistió en sopas de pan y huevos fritos con panceta y patatas
fritas. La cena, embutido y fruta: lomo, salchichón, queso, plátano y naranja.
El desayuno: café con bollos, lo mismo que para merendar. Prefería una tostada
con aceite, pero desde el inicio de la alarma no encontraba las que le
gustaban, cuando llegaba a la tienda ya habían arramplado con ellas, con todas,
y probó con aquellos dulces.
Asumía
que debía dejar esos dulces, y más, si quería volver a verse el miembro.
Aceptaba que tocaba aprender a cocinar, algo que detestaba, que le daba pereza
y por lo que se tragaba sin rechistar los platos de su hermana. Pero ahora con
la cuarentena buscaría en youtube o instagram cursos simples para principiante
de comida sana.
No
había mucho misterio: para quitarse michelines tenía que alimentarse bien. Y
olvidarse del alcohol. Con la cerveza, tendría que proponérselo de verdad,
porque la bebía y se despreocupaba de cuánto cuando quedaba con los de siempre.
Con los cubatas, las copas, no habría problema. De eso ya no tomaba: ya no salía,
ya no aguantaba hasta el cierre en el Bearbie, en el Delirio, en el Why Not, en
el Barbanarama o en La Boite. En parte porque los amigos no acompañaban: unos
se le emparejaban y otros mutaban a aburridos de cena y copa, pero no de
fiestón. Y en parte porque se sentía fuera de lugar, desubicados: en unos,
viejo para a los que solo sacaba unos cinco o seis años; y en otros, gordo para
todos, o sea, invisible, o sea, despreciado, eso se notaba. Una lástima: le
sobrarían kilos, pero también le sobraba polla. Y no la aprovechaba nadie
La
última vez que folló fue con uno de grinder. Pagando. Aunque el chaval no lo
veía como un pago por un servicio. Lo entendía como una ‘ayuda’, así lo
calificó: ‘ayuda’ para sus estudios, para no abusar de sus padres. Y que si
quería, podía volver otro día por más ‘ayuda’. Con su madre y su hermana en
casa, resultaba complicado. Pero en cuanto pasara esto del coronavirus, cuando
desapareciera, le telefonearía. Se lo pasó bien. Creyó que notaría la falta de
rodaje, que se correría antes, que tiraría el dinero, pero no: se sintió
orgulloso de sí mismo. El chaval también colaboró. Eso sí, con un catálogo
simple, que si le pedía algo fuera de lo básico, reclamaba más ‘ayuda’. Luis
David se llamaba. Con tatuajes y piercings. No era su estilo, a él no le
gustaban tan jovencitos ni delgaditos, pero surgió la oportunidad de la casa
para él solo, un calentón como pocos y que no encontró ofreciéndose otro más de
su gusto: con carne donde agarrar, más fornidos, más hombres, aunque luego
resultaran femeninos. Había tenido un par de follamigos así, pero dejaron de
llamarse y no consiguió remplazarlos. ¿Cómo? Sus colegas del ambiente no le presentaban
a nadie, no salía por las noches de putivuelta, en Tinder sus match acababan
siendo como Luis David, y en Grindr, a los que gustaba le sobrepasaban en kilos
y en años, en muchos.
Probablemente
follaría más con quien quisiera, y más en general, si adelgazaba. Que no debía
ser el fin, que el colesterol y la diabetes y eso sí que importaba, que
reduciría por eso y tal, pero suponía una motivación más limpiarse de grasa.
Poderosa. Definitiva. Capaz de sumar junto a la de salud para que bajara del altillo
del armario una colchoneta y una pesas. Pesitas: dos kilos y medio. Las compró
cuando su madre menguó, cuando comenzó a dejar de ser ella, cuando ya debía
quedarse alguien siempre en casa para acompañarla, para vigilarla. Cuando se le
complicó compaginar el trabajo, los cuidados a ella y los cuidados para él. Cuando
ya no publicó ningún ‘selfie’ más para presumir en el Instagram. Cuando ya
regalaba 30 euros mensuales al gimnasio.
De
aquellos tiempos recordaba ejercicios básicos con las mancuernas y alguna tabla
de abdominales, pero aprovechó el aluvión de entrenadores del aislamiento para
ir tomando ideas de aquí y de allá: de un bombero de Valencia, de un árbitro de
Salamanca, de un nutricionista con 3.972 seguidores… al final, tiró por
apuntarse como rutina las flexiones básicas de siempre, lo que citaban sus
referentes como ‘push up’ o diamante; y por mover los brazos de arriba abajo y
a los lados sosteniendo las pesas, que, por lo visto, trabajaban más el
deltoide que el bíceps.
Pero no
arrancó con nada de ello. No sudó. Su madre gritó su nombre. Los osos se habían
acabado. Ahora emitían otra serie infantil, pero con actores de carne y hueso. Con
voces menos dulces que las de los dibujos. No le valía como recreo. Y además,
sed. Le llevó agua. Se la pasó, le ayudó a beberla. Con toda la distancia que
pudo, con los guantes de la farmacia. Ella le miraba extrañada. Trataba de
acercarlo. Él se alejaba. Le habían hablado varias veces de la enfermedad, le
habían explicado que por eso ya no la achuchaban como antes. Que por aquel
bicho ya no la besaban como antes. Que ellos, que él sufría por no darle el
mismo afecto de siempre. Que evitar las muestras de cariño era un efecto más de
la enfermedad y una medicina contra ella. Pero su madre seguía desconcertada.
-Mamá, no me puedo acercar mucho que
te puedo poner malita.
Con
resignación, con cara de circunstancia, con preocupación, con temor, la madre
le preguntó.
-¿Me vas a dejar para irte con una
chica?
No
debía, ya lo sabía: no era prudente, no era recomendable, pero lo hizo: la
abrazó, la besó.
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