ÉL Y EL RETO DE LA IZQUIERDA


Josep había nacido con una consola en las manos. Solo así se explicaba que dominara cualquier juego con el que comenzaba a trastear. Del tipo que fuera. Un par de horas y ya había pillado el truco, ya se distanciaba de los demás. Así que Rober se propuso un reto para la cuarentena: ganarle, adelantarle, al menos en uno en el que se sintiera fuerte y capaz. Y lo logró: le superó en el Divinity Original SIN 2, en una partida en red larga, bastante larga. Con eso, ya daba por amortizada y productiva la pandemia global, pero aún así, necesitaba un nuevo desafío con el que matar el tiempo o empezaría a convertir las horas libres en horas extras y adelantar teletrabajo, en avanzar en la programación de las webs encargadas.
            ¿Cocinar torrijas por eso de la Semana Santa? Pasaba ¿Componer algo de música electrónica, que alguna vez tonteo con ello? Pasaba ¿Entrenarse con monitores de crossfit por instagram? Pasaba ¿Quitarse el pijama o el chándal y vestirse ropa de calle? Pasaba. Ya se resignaba a trabajar o a ver ‘La que se avecina’ en bucle cuando le vino a la cabeza, cuando se iluminó, cuando gritó su eureka: Aprender a pajearse con la mano izquierda.
            No lo había hecho nunca. Probaría. Tampoco sería lo más difícil que habría intentado en su vida. No lo incluiría, creía, en su ‘Top Three’ de desafíos, que claramente identificaba.
            -1) Volver al apartahotel el último día del SONAR Nit. Aquello se celebraba en L'Hospitalet, debía regresar a Barcelona, que las separa una calle, pero se veía totalmente incapaz después de tomarse dos gotas de LSD a las seis de la mañana. Y encima, dos australianos se pegaron a él, le tomaron por su canguro, para llegar al aeropuerto de El Prat y volverse a Wollongong, bueno a Sidney, porque ninguna compañía volaba de Barcelona a aquella ciudad austral con nombre de pueblo chino y de cuya existencia supo ese amanecer. Aquellos koalas se arrimaron a él porque solo entendían su inglés y porque solo él les ofreció ayuda. Se notaba su educación: campamentos de verano en Galés y campamentos de invierno en la parroquia.
            -2) Subir al volcán en Rijani, en Indonesia, en Lombok. Al margen de las vistas que da el situarte a más de 3.000 metros, se recomienda coronarlo para disfrutar del lago turquesa formado en su cráter y de los paisajes alucinantes durante el ascenso de tres días. Eso indicaban las guías y en eso las obedecieron Rober y el amigo que le acompañaba. Pero nadie les advirtió a estos excursionistas globales de los monos, de los cabrones y los listos de los monos: mientras ellos se bañaban en una piscina natural, los animales les saquearon sus provisiones. Se lo comieron todo, les dejaron sin víveres en la mitad de camino, solo con agua. Podían regresar a la ciudad más cercana en medio día, uno como mucho. O podían continuar la ruta a aquella maravilla de la naturaleza, como la calificaba Trip Advisor. Podían regresar a Madrid con una anécdota que contar, o podían continuar para tener una anécdota que contar y unas fotos que enseñar. Eligieron lo segundo.
            -3) Conseguir recuperar su ordenador con sus trabajos olvidado en un autobús berlinés. Ese día iba con prisa, pero sobre todo iba con la cabeza en otro sitio: en el hospital madrileño donde en unas horas a su hermano le trasplantarían el pulmón.
Se distrajo y lo perdió. Se dio cuenta del descuido nada más cerrarse las puertas y arrancar, al comprobar si lo llevaba. Corrió detrás de él, gritando y con la maleta de cabina cogida como un bebé. Pero nada. No frenó. Y le vio, le tuvo que ver. Alemanes. Esperó al siguiente bus de esa línea solo para que el autobusero telefoneara al compañero y le avisara, le dejara el portátil en algún lugar, pero el conductor no tenía su número ni forma de comunicarse con él. En una mezcla de alemán, inglés e italiano Le explicó que ya acababa el turno  y que lo habría entregado en la oficina de objetos perdidos de la central, no lejos de la terminal de carga, que él no pasaba por allí, que andando por la carretera estaba a una media hora, pero que podría parar un taxi. Uno, efectivamente, paró, y le entendió que para una carrera tan corta, no se molestaba. Debía estar cerca, aunque no supiera dónde. Otro taxista no quiso ni escucharlo en cuanto notó acento. El tercero ya sí le trasladó y aguardó para llevarlo al aeropuerto, pero pese a ello, no alcanzaba al vuelo: demasiadas pruebas para demostrar que aquello le pertenecía, demasiada rigidez, demasiado tiempo… lo perdía. Compró otro para una hora y media más tarde. 350 euros, diez veces más que lo que le costó el otro, pero era solo dinero, y bien empleado: había recuperado todo el trabajo hecho en Alemania el tiempo que le empotraron con el cliente; y llegaría tiempo para acompañar unas horas a su hermano antes de la operación.
            Pero eso ya estaba superado. Ahora, a por el reto del coronavirus: masturbarse con la mano izquierda. Abrió el cajón de la mesilla. Ahí guardaba lo necesario para el sexo en solitario, o en compañía: condones y lubricante; aceite de almendras para masajes, un dildo con forma de pene de dimensiones correctas y un vibrador para el culo, estimulador prostático para los finos; y el ‘fleshlignt’, o sea, un masturbador, una especie de vaso de batidora trasparente de color azul con un interior que simulaba un ano prieto, cerradito. Él a veces lo colocaba entre el somier y el colchón, bien amarradito, y a darle. Pero ero era yo una versión Premium de las pajas, o como él la llamaba: Masturbation Gold Edition.
            La Masturbation Gold Edition incluía y suponía el uso del lubricante, el dildo, el masturbador, porno, velas y maría. Prendía una vela, se ponía el porno, encendía el porro, lubricaba mano y pene, y alternaba con los juguetes. La maría no podía faltar. Le gustaba homenajearse fumado. Le volvía más ultrasensitivo.
            Pero carecía de maría. Ya había hablado con el camello. Ya habían apañado que se la enviaría en un Glovo. Pero más tarde y él estaba decidido a arrancar el reto ya, no fuera a enfriarse. Se conformó con la Masturbation Silver Edition, o sea, lubricante y porno.
            El porno, siempre de aficionados, nada de estudio, nada de estudiado o cuidado: basto e improvisado, como había sido en su cama, como lo que había grabado en su cama. En su cama, en su sofá, en su pared, en su suelo, en su puerta… Disfrutaba filmándolo, no por fetichismo, sino porque le gustaba excitarse recordando buenas folladas y buenos folladores. Otros tiraban de su memoria, y él de la memoria del móvil. Año 2020
            Guardaba bastantes vídeos de tres follamigos destacados: un brasileño, un catalán y un extremeño. El brasileño era pasional, morboso y dispuesto y con aguante: después de correrse seguía con el pene tieso bombeando, nunca te dejaba solo en el clímax. El catalán solo le follaba la boca. Empuñaba el segundo rabo más grande que se había comido. El primero colgaba de un colombiano. Lo de los penes grandes sonaba bien, pero aquello realmente era una discapacidad: con esos cipotes nadie quiere ni se atreve a que se lo follen. El extremeño tenía una polla más accesible, sin alardes, en la media, igual un poco por debajo, pero bonita y peluda. En lo oral la podías comer entera y en lo anal sabía moverla. Y gemía, ¡cómo jadeaba el extremeño! Te corrías de escucharlo.
            Eligió uno de los suyos, de un 69. De una corrida para la que le faltó papel higiénico. Le dio al play, se untó de lubricante la mano izquierda y comenzó el reto: #ChallengeJerkOffLeftHand.


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