ÉL Y LAS DOMINADAS


¿Podía subir y bajar corriendo las escaleras del edificio? ¿Lo habían prohibido o estaba permitido? No lo sabía. No había encontrado ningún lugar donde quedara claro. No sabría qué responder si le increpaba algún vecino, pero no creía que pasara: 15 días calentando así, del sótano del garaje a la azotea pasado el octavo y no se había cruzado con nadie. Era el único ejercicio de su entrenamiento diario fuera de su casa. Para el resto le bastaba el salón de su casa, moviendo la butaca negra junto a la tele y pegando la mesa baja al sofá. Así quedaba espacio para su rutina fija y disciplinada, pero alterna y diferente según lo que quisiera ejercitar.
            Para el core: plancha de brazos extendidos, de antebrazos y laterales en todas sus posibles variantes; nadador, tijeras, el oso, el escalador el supermán, el hollow hold y la elevación de piernas; el press paloff con las cintas bien amarrada al pomo de la puerta, la rueda de abdominales; el paseo del granjero con pesos.
            Para la fuerza: más plancha de brazos extendidos; el salto al puf sustituyendo el cajón; fondos apoyados en la silla, las flexiones declinadas en ella, las flexiones de todo tipo y de toda intensidad y para todos los músculos; el curl de bíceps y tríceps y la elevación lateral de hombros con las mancuernas de 5 kilos o con la cinta elástica; usando esos materiales, el peso muerto, el press, el remo sentado y las elevaciones frontales y laterales; las zancadas y las sentadillas básicas, contra la pared, búlgaras o de sumo con rebote con el kettel de 12 kilos; y las dominadas.
            Disfrutaba con las dominadas. Por eso se compró la barra de tracción. Al principio la ajustaba en el vano que daba paso del salón al resto de la casa, pero el gotelé, absurdo y traidor gotelé, no le dejaba fijarla. Acabó en el marco de la puerta de su dormitorio. Fijaba la vista en el cuadro de Ikea de encima de su cama, un paisaje del mar revuelto, al estilo japonés; apuntaba la mirada a la espuma de la ola más crecida, a la que se comía un barquito, a la que parecía un Godzila… y ahí, subía y bajaba con su peso. Tensaba sus músculos, los presionaba, los forzaba, los crecía, los sudaba. Así pasaban los minutos: con otros ejercicios limitaba los tiempos, las repeticiones, las series… con las dominadas no.
            Y al decidir que acababa, aprovechaba ese momento en el que aún le picaba su cuerpo, en el que aún no había perdido la forma, en el que su masa se resaltaba, para grabarse o fotografiarse y subirlo a instagram. Como ese día. Justo había terminado las dominadas. Justo ahora dudaba sobre qué pose, qué imagen colgar.
            Podía  fotografiarse sonriente, de frente, con los brazos pegados al cuerpo, como concediendo a un amigo la foto, inocente. Pero sin camiseta, encuadrado desde el ombligo. O el codo. Apretando los puños, par que se apreciaran los bíceps. Pero no.
            Podía fotografiarse en su dormitorio, sentado en el suelo, apoyado en la pared, con las piernas extendidas, con la camiseta y el pantalón corto, sin zapatillas, reflejado en el espejo del armario, mirando al móvil, asegurándose que el movimiento del brazo para sostener el teléfono marcara su bíceps y pectorales en la camiseta ajustada, que sus cuadriceps y gemelos impresionaran con discreción, elegancia. Pero no.
            Podía fotografiarse fingiendo un disparo rápido, hasta torpe. Solo saldría una parte de él, la izquierda: su pectoral izquierdo, su deltoide izquierdo, su bíceps izquierdo. Y el cuello: ladeando la cabeza para mostrarlo limpio de grasa. Así no se le vería la cara, se le adivinaría por la comisura del labio, por la redondez de su nariz chata, por esa barba de adolescente de 24 años. Pero no.
            Podía fotografiarse en cuclillas, acabando los estiramientos, cerrando el ciclo,  mojado aún: con un sudor evidente sobre su cuerpo lampiño que brillaba, con su pelo húmedo, con la mirada exhausta de lo hecho y descansada porque ya se hizo. Dejando a sus seguidores la imaginación libre de si en todo concluía así, de qué le hizo concluir así. Pero no.
            Podía fotografiarse con el torso desnudo mirando melancólicamente el cristal empañado por la lluvia. Podía fotografiarse con la camiseta de tirantes rota tratando de defenderse del objetivo. Podía fotografiarse solo con un vaquero frente al espejo del baño, como quien documenta qué tal le sienta lo que se prueba en el probador. Podía fotografiarse sentado, solo con el slip, doblando su cuerpo para ojear algo que estuviera en el suelo. Podía fotografiarse de pie, apuntando al espejo del salón, de cuerpo entero, con mallas largas o con mallas cortas, pero ajustadas. Todas resaltando abdomen, bíceps, cuádriceps o polla. Pero no.
            Optó por un vídeo. Se sentó en el sofá. Con las piernas apoyadas en el puf, rígida una, doblada otra. Desnudo. Se vio reflejado en el televisor apagado. Con nitidez difusa. Sin pornografía, con erotismo. Fue irguiéndose, adelantándose al tiempo que hacía zoom hacia la pantalla de la tele. Su movimiento despertó las partes de su cuerpo labradas en su entrenamiento. Se notaba eso. No se notaba lo otro. Elegancia.  Lo musicaría con el ‘Set your free’ de Reyko. La descubrió en la serie ‘Toy boy’ de Antena 3, ahora Netflix. ‘Estoy aquí para liberarte. Estoy aquí solo para liberarte’.
            Le encantaba ver su cuerpo reflejado. Por eso colocó un espejo en el salón, dos en el dormitorio, incluso uno en la cocina, además del del baño, del pequeño en la ducha. Le permitían verse, observarse con detalle, analizar su físico. Se enorgullecía de él, de sus formas. Especialmente de su torso: con el abdomen plano, liso, firme, con la forma de la tableta sin la vulgaridad de los culturistas; creciendo hacia arriba como una V, con sus pectorales cada vez más distantes, sus hombros más elevados; con sus oblicuos guiando hacia su sexo, hendidos, como el tajo de un río lleva el cauce al mar.
            Solo le disgustaba su culo. Lo preferiría más redondo, más rebosante. Lo sentía flaco, insulso. Quería rellenar, pero por mucho ejercicio que hacía, los genes paternos vencían. No descartaba recurrir la gluteoplastia. Ya había consultado diferentes clínicas, diferentes precios y si un ERTE o un ERE por el coronavirus no lo impedían, ahorraría para ello. Ahora, para su trasero; en un futuro, para lo que fuera necesario. Todo para mantenerse igual. Le asustaba perder su figura con los años. Le aterrorizaba la vejez, el fin de la juventud y lo que esa etapa regalaba: la consistencia y la firmeza físicas. Por eso esas rutinas en casa, por eso el gym, por eso correr por los parque de Parla Este o hasta el hospital Infanta Cristina, por eso la natación en el centro deportivo municipal. Siempre entrenamientos individuales más que deportes de equipo. No le aburría. Lo prefería. Cincelándose en soledad, para luego enseñarse en el grupo, en los grupos. Y para presumir de planta, de ser una escultura griega, todas las prendas de su armario parecían inacabadas para no cubrir del todo, todas provenían de los catálogos de la temporada de primavera-verano y todas incluían en sus etiquetas o la palabra ‘skinny’ o la palabra ‘fit’.
            Todo para su narcisismo y para la lascivia de los otros. Aunque ahora no había otros, no había grupos, o no todos. Ahora no podía subastarse en la WE o en el Kluster; no podía exhibirse en el Baila o en el Tanga; ahora habían cancelado el Orgullo y cuestionaban el Circuit; ahora dudaban si abriría la piscina Complutense, la de Lago; ahora Sitges, Maspalomas, Ibiza, Torremolinos y Mykonos no ofertaban plazas ni en pensiones… ahora que el coronavirus encerraba en casa, solo podía alardear de cuerpo  a través de las redes con vídeos, como el recién grabado, y fotos, como las del ascensor: cada día, subía una reflejado en el espejo, con la camiseta o lo que llevara levantado hasta el pecho, a veces con el botón del pantalón desabrochado, sacando la lengua o cerrando los ojos. Llovían los likes de sus 2.109 seguidores.
            Eso le motivaba a seguir con su machaque diario, doble y hasta  triple ahora que el Gobierno decretó que no desempeñaba una labor esencial. Porque si no existiera el balcón de las apps, habría rebajado su constancia, su vehemencia, su dureza. Con la seguridad del no ser visto en un mes, se habría suavizado consigo mismo, habría levantado el régimen fascista con el que sometía a su cuerpo. Habría comprado la tarrina de helado de ‘Strawberry cheesecake’ de Haagen Dazs. O el de Stracciatella de Carrefour. Pero no. No podía aflojar. Máxime cuando nadie aflojaba, o eso le proyectaban todas las cuentas que seguía, todo su entorno, todas sus amistades, sus colegas: algún día todos colgaban un entreno, todos recomendaban algún tutorial, todos agregaban a algún monitor. Nada de destensarse, pues.
            Miró el reloj. Iba a dar la hora de la videollamada. David, Sebas, Tony y Cris estarían ya conectándose. Corrió al dormitorio, rescató una camiseta de tirantes del cesto de la ropa sucia, se la puso, comprobó que era la que mejor le enseñaba, escuchó el tono del Skype, voló delante del ordenador y ‘descolgó’. Ya podía charlar con sus amigos.

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