ÉL Y EL SUPERMERCADO


No tenía motivos para preocuparse: arrastraba el carrito de la compra, su salvoconducto. Si algún policía o militar le paraba, lo mostraría, se lo señalaría. Diría que debía comprar, que se había quedado sin aceite, sin leche o sin café. Todo el mundo entendía la necesidad de café en una casa. Bueno, igual mejor tila. Ahora todos comprenderían mejor que hacía falta tila. O igual se inventaba que se le acabaron los condones. La gente se reía ante esas cosas. Pero tampoco había que darle tantas vueltas, que fantasear una excusa: no circulaba ninguna patrulla. Ni gente: apenas un chaval con un par de perros y otros dos con mascarilla que seguían su misma ruta: el supermercado.
            Llegó. Dos policías locales vigilaban en la puerta. Aquello parecía más un colegio electoral que el Carrefour. Entró sin problema.  Una vez dentro, aparcó su carrito, lo sustituyó por una cesta, para disimular, y corrió al único lugar que le interesaba. Ni se fijó en el pan, los yogures, la carne, el pescado, la charcutería, la fruta, los dulces o el papel higiénico. Ni reparó en que los madrileños habían rebajado su ansia al vacío de sus despensas, ni en que todos consultaban el móvil para saber qué coger porque ya ningún acompañante podía recordar nada. Todo lo ignoraba y todo le sobraba. Su obsesión era alcanzar la sección de conservas. El lineal del atún. Ahí había quedado con él. Con Rafa.
            Rafa le envió un ‘hola’ en grinder el 5 de enero. A José le pareció mono: Morenito de piel, ojos y cabello;  sonriente con su dentadura de corrector; alto con un cuerpo bonito más de genética que de ejercicio. Apetecible para un revolcón, pero imposible ese día: demasiadas compras pendientes, demasiada carrera, demasiado procastinador. Pero el antojo de roscón de reyes y la prudencia de no comprar uno entero, sino un trocito para no engordar, le llevó a proponerle algo: tomar un café con el dulce navideño, solo eso, así se conocían. Rafa aceptó. Se vieron. Follaron. Y las compras y las carreras se aplazaron. Y siguieron follando. Y tonteando. Hasta que volaron por decreto aquellos planes que nunca cumplían porque preferían besarse, explorarse y cartografiarse en casa. Adiós al Locobongo y el Tanga, a las noches en Yass y Cuenca, a la exposición del Thyssen y al microteatro, a los tallarines de San Bernardino y al Vips de Velázquez, al Retiro y al Mercado de Motores, a no hacer nada de lo sugerido en las guías y hacer todo lo sugerido por los cuerpos. Todo sustituido por las vídeollamadas de wasap y los vídeos de pajas. No era lo mismo, era adolescencia: cuando el sexo y la conversación se veían en pantallas, las del ordenador o la del móvil.
            Llevaban así desde antes del decreto. Por prudencia, por responsabilidad, por el trabajo de Rafa: cuidaba ancianos y si se contagiaba y les transmitía el virus, caía una residencia entera. Pero a José ya le daban igual: menos pensiones. Quería ver a Rafa. Asumiendo los límites y barreras. Sin tocarle. Sin acercarse. Con distancia. Pero verle. Solo eso. Oler en la distancia el perfume de Chanel que se pegaba a su piel y a su almohada como el coronavirus, como el bicho a sus vidas. Justo cuando se estaba ilusionando, o algo más, tras un temporada larga, y le apetecía compartir su espacio y  su tiempo con Rafa follando y mimándose, el Apocalipsis los retenía en sus respectivas casas sin saber hasta cuándo. Dios castigó a generaciones con males, como las guerras, que mataban, pero dejaban que los que se querían se sintieran, se envolvieran, se estrechara. Hasta ahora. Ahora la sociedad reproducía ‘Lady Halcón’. Convivíamos, pero no coincidíamos.
            Por eso se le ocurrió aquello: encontrarse en el supermercado, convertido en la nueva iglesia: igual que en el pasado los amores prohibidos o cercados buscaban cruzar miradas, saludos, roces y conversaciones en los templos cuando acudían a las obligatorias misas y confesiones; ahora él adaptaba aquel truco de amantes antiguos a la España del 2020 y sustituía reclinatorios y confesionarios por el lineal de las conservas. Ahí le esperaba Rafa, parado con su carro vacío frente al atún. José se colocó a metro y medio. Le correspondió delante de la latas de sardinas. Ni las vio. El animal que transmitió el virus a los humanos podría estar rumiando a su vera y ni se habría enterado. Andaba a otra cosa. A sonreír bobaliconamente a Rafa.
            -Qué tal estás
            -No muy bien. Estuve hablando con mi familia. Con mi madre, con mi padre, con mis hermanas. Todos allí, en Valencia. Y... ya te imaginas: me entra ansiedad, me pongo peor. Si estuviera con ellos, esta situación sería más normal. Estaría con ellos. No podría tocarlos, claro, tendría que apartar a la besucona de mi madre, a la tocona de mi hermana María, pero, no sé. Aquí me siento… no sé. Saber que estoy aquí solo sin mi familia no es muy agradable, ¿sabes? Tengo a mi compañera , pero no es lo mismo. Además dice que se va a ir, no sé si podrá, pero dice que se va para Valdepeñas, que ella no aguanta más aquí, que dirá que se va a cuidar a la madre o a los sobrinos o algo.
            -No debe.
            -Ya, y no lo hará, pero mejor que se vaya aunque expanda la enfermedad por La Mancha. Me pone muy nervioso quejándose todo él día. Hoy discutí con ella. Y yo me siento muy agobiado, de verdad. Porque luego voy a la residencia y cada día es que…
            Rafa aguantaba el llanto.
            -Relájate y no te preocupes. No va a pasar nada y todo pasará. Y volverá la normalidad.
            -Es que de verdad es la primera vez que me pasa una cosa como esta.  
            José se reía.
            -A ver… tampoco es que a mí me haya pasado un aislamiento por una pandemia global muy frecuentemente. Ni a mí ni a los que están por aquí. Si quieres me subo a un carro y pregunto, pero no creo que encuentre ningún caso.
            -Bobo.
            José cortó con sonrisas las posibles lágrimas de Rafa
            -Y no estás solo. Eso lo tienes que entender. Tienes a la gente del trabajo, que eso oxigena, el contar con una rutina y gente variada. Y tienes a tu compañera, con la que por mucho que discutas, está en la habitación de al lado y algún mimo te podrá dar.
            -Pero no es la familia, José. Y me siento solo. Toda la gente a la que veo es porque no me queda más cojones, no porque quiera verlos. Veo a los del trabajo, veo a mi compañera, pero ni veo a mis amigos     
            -Tú sensación de soledad la tenemos todos. Todos estamos igual. ¡Si yo a la persona que más veo es a un compañero hipocondríaco con el que coincido en el bus y que ahora se sienta a mi lado! Yo tampoco veo a mis amigos. Y tengo a mi familia en la ciudad, pero no la estoy viendo. Por precaución. Asume que si estuvieran aquí, sería la misma situación. Más o menos.  Entiendo que te sientas solo y extrañes a la familia. Es lógico. Pero vence eso Y claro que es bonito abrazarse y besarse… pero tenemos que amoldarnos. Y está skype, wasap, los vídeos, las notas de audio... ¡Que no estamos aislados! ¡Qué es más fácil sentirse arropado, saber de los demás, saber que todos estamos y nos tenemos! Ya hubieran querido esto en otras guerras y pestes
            -Ya     
            -No te preocupes, no te angusties. Es difícil que no lo hagas, que no lo pienses, pero en unas semanas todo esto solo será un recuerdo. Todo va a pasar y  no nos vamos a enfermar; y si sucede, será leve, y en dos semanas, inmunizado. Como si pilláramos una clamidia o una sífilis: unos días, y en paz.
            -Igualito…
            -¡Qué sí! Es tiempo. Solo es tiempo. Una putada que nos quiten ese tiempo, pero solo tiempo. Y cuando esto pase, que pasará, recuperaremos ese tiempo en viajes, en restaurantes, en bares y en la cama. Y nos abrazaremos, y nos besaremos, y bailaremos bailes de esos de estar bien pegados, como la lambada. O un regetón de perrear con tu culo delante de mi…
            -Jajaja… bobo.
            -Así que, mírame, como si no nos separara un metro y medio; mírame, como si te pudiera tocar; como si pudiera acariciarte la cara, tu cuello, la nuca…mírame…
            Rafa recordaba y anhelaba aquellos roces que le domesticaban.
            -Va a pasar todo, pero no va a pasar nada, ¿vale?
            -Sabes que te abrazaría y besaría.
            -Lo sé.
            -Pero que no debo.
            -Lo sé.
            -Te echo de menos.
            -Lo sé.
            Ninguno de los dos se atrevía a saltarse el metro y medio de distancia: el físico impuesto por la ciencia y el sentimental impuesto por sus prudencias, por el miedo a reconocer lo que incubaban desde hacía alguna semana. Ninguno de los dos quería pronunciar ciertas palabras, ser el primero. Mucho más cómodo esconderse en otras.
            -Cuando esto pase, Rafa, te voy a meter la polla hasta el final. Vas a desear otro coronavirus para que no te destroce.
            -Bobo. Anda, vámonos. ¿Necesitas comprar algo?
            -No, pero debería coger algo para aparentar que vine por algo.
            José tomó un par de latas de sardinas. Rafa, unas de atún
            -Vamos a la caja. Ve delante y así veo ese culito en movimiento. Que en los vídeos que me envías, nunca pillas bien ese punto.
            -Pero el otro que pillo bien que te gusta.
            -Me pajeé con él hoy.
            -¡Que nos van a oír!
            -Están pendiente de buscar papel higiénico.
            -Mantén el metro y medio.
            -Te voy a coger con unas ganas cuando acabe esto.
            -Qué sí, qué sí… ¿Has visto ya la última de Élite?  Me la tragué ayer entera.
            -No, me quedé en la primera. La que me vi ayer fue ‘The new pope’.
            -Y qué tal.
            -Me gustó.




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