ÉL Y EL PROFESOR


Nunca entendió a los que decían que no se enteraban si gustaban a alguien, si  alguien iba detrás de ellos. Eso se notaba, eso se sabía. Él siempre se daba cuenta, como con Lorenzo.
            En los pasillos, en el recreo, en las fiestas de Navidad y de fin de curso... Notaba que le miraba, que le espiaba, notaba que relajaba su rostro al verlo, que le buscaba, , que procuraba coincidir con él, encontrarse con él: un lavarse las manos en el baño, un fingir revisar el móvil, un preguntar si había visto pasar a tal profesor, el otearlo por las ventanas cuando se ejercitaban en el patio en Educación Física… eso se notaba. Y ya resultó obvio aquel año, aquel último curso que ya Lorenzo le toco de profesor por primera y única vez.
            Nunca tuvo una mala nota: podía escribir lo que quisiera, nunca había nada equivocado, nunca le ponía problemas para los trabajos, jamás una falta de ortografía le bajó la puntuación ni el retraso en una entrega, jamás le llamó la atención. Ahora, siempre le sacaba a la pizarra, siempre le preguntaba, siempre el pedía que le acompañara a recoger material, siempre le ponía al cuidado de la clase en su ausencia, siempre se acercaba a su pupitre con cualquier excusa. Solo una vez le riño, solo una vez se molestó, solo una vez se alteró: cuando faltó a clase sin justificar. “Que no vuelva a pasar. No faltes”, le advirtió.
            Ese año, cuando lo tuvo de profesor, comenzaron a llegarle los mensajes sospechosos al Grindr. Normalmente, en algún momento, todo el que envía acaba queriendo quedar o acaba queriendo recibir imágenes más carnosas. Aquel perfil sin foto ni nombre solo le saludaba, solo le preguntaba por su día, por las clases, por sus planes de fin de semana. Él respondía. Él era muy de responder a todo el mundo, luego ya se vería, pero contestar, ¿por qué no?
            En la conversación trataba de averiguar el porqué carecía de foto en el perfil, “No he salido del armario aún”; el porqué no contaba nada de su vida, “Discreción”.
Trataba de descubrir cualquier cosa y solo obtenía concreciones generales: le salió al activar  el Explorer, vivía en otra ciudad de la periferia de Madrid, no salía por Chueca y estudiaba ciencias en un instituto lejos del suyo.
            Pero eso no cuadraba con la hora de los mensajes, que llegaban justo en un intercambio de clases, en un recreo, en la salida. Ni tampoco casaba con el lugar, el localizador de la aplicación lo situaba a 15 metros, a 5 metros, a 1 metro.  Ni encajaba con los comentarios, elogiando aspecto cuando no lo veía o recomendándole que se preparara Matemáticas a conciencia, que a algunos profesores no les importa suspender por pocas décimas a un alumno y arruinarle la EVAU con una sola asignatura y que esos solían ser los de esa materia, ‘profes poco guays’. Guay. Quién coño usaba guay.
            Insistió en conocerlo, en saber más de él, en quedar con él. Pero no, que no: ninguna otra información relevante ni ninguna cita fijada, demasiado arriesgado para él cualquier paso más, le justificaba. Al menos por ahora. Tal vez más adelante, le prometía.
            Era Lorenzo, tenía que ser Lorenzo. Y comenzó a provocarlo aprovechando la primavera, el calor que precedía al verano: camisas más abiertas, mangas más arremangadas, camisetas más ajustadas, pantalones más ceñidos, pantalones cortos más anchos. También le atacaba con gestos: bebía de la botella de agua y siempre se le derramaba por las comisuras deslizando el agua por su barbilla, acabo llevando pequeños tetrabriks de leche, chupaba caramelos y lamía piruletas. Y envíaba mensajes a grindr justo antes de acabar o de comenzar la clase. Provocaba. Y la provocación, provaba su suposición: el anónimo oculto le escribía más a menudo, subía el tono, insinuaba lo que le haría, lo que se dejaría hacer. Y él daba carrete, vuelo, confianza, aspiración… hasta que el discreto desconocido de la aplicación le pidió quedar sin pedirlo. No se atrevía. Se contenía.
            Lorenzo no le excitaba ni más ni menos. No le atraía ni más ni menos. Pero… era un adulto de más de 50, él un menor de 17; él era su profesor, el su alumno. Le daba…morbo. Ciertas ideas le ponían. Lamentaba haber pasado la edad para ser una víctima de pederastia, lamentaba no haber sido abusado. Seguro que le hubría gustado y de que antes habría empezado a disfrutar del sexo. O tal vez no, pero algo magnetizaba su mente con estas situaciones: siempre buscaba esas noticias en internet, siempre escuchaba a los compañeros cuando cotilleaban de casos, siempre se masturbaba con esas historias de esas en Pornhub. Le calentaba esa fantasía. Quedaría con él. Pero en el momento adecuado, no quería comprometerlo. Le tocaba a él construir los diques. Lorenzo, si realmente se trataba de él, ya no los respetaba.
            El 8 de junio, con las notas ya, con su sobresaliente en su asignatura y su aprobado en matemáticas, con el curso formalmente finiquitado, sin vínculo ya, le escribió:
            -Sé quién eres.
            El otro respondió inmediatamente.
            -¿Sabes quien soy?
            -Sí.
            Silencio.
            -No lo sabes. No mientas. Es pecado
            Se la puso botando.
            -¿Y lo que tú me escribes no?
            Silencio.
            -Quedemos
            -¿Quieres quedar?
            -Sí.
            -¿Y si no soy quien realmente crees?
            -Lo eres.
            -Hagamos una cosa.
            -¿Sí?
            -Quedamos. Si soy quien crees, me saludas.
            -Si eres quien creo, follamos.
            Silencio.
            -Nos vemos en la sauna Paraíso.
            -¿Me dejarán pasar?
            -No te preocupes por eso.
            -Ok. Nunca he ido a una sauna. ¿Dónde estarás?
            -Busca un laberinto con cabinas a la salida del vestuario. Yo estaré esperando apoyado en la pared.
            -¿No habrá mucha gente? ¿Será fácil encontrarte?
            -Hoy por la tarde no habrá casi nadie. Estaremos los dos.
            -Vale.
            -Nada de decirse nada. Si me reconoces y soy el que creías follamos y ya está. Y si me reconoces y no soy el que creías, pasas de largo y no dices nada.
            -Vale, vale, ok.
            Llegó a la sauna. Sin miedo de que alguien le viera, estaba demasiado escondida y lejos de su zona del Parque de Berlín; sin dudas morales o higiénicas de lo que iba a hacer; pero con las inseguridades del novato en terreno inexplorado. Pero las salvó: pago su entrada, recogió su toalla y sandalias, se desvistió en un vestuario solitario, guardó su ropa en la taquilla; ajustó la goma con la llave a su muñeca; se enroscó la toalla y se calzó las chanclas. Salió al cuerpo de la sauna: la luz blanca del vestuario moduló a una más discreta y puntual. Solo veía a un sesentón charlando con un chapero junto a un jacuzzi antes de traspasar a la zona encuentro, aquellos pasillos sin destino. Cruzó. Un chico poco mayor que él le palpó sin reparo al pasar junto a él. La puerta abierta de una cabina dejaba ver a un treintañero masturbándose sobre otro. Y en el siguiente quiebro, en la siguiente esquina, efectivamente, Lorenzo. Se sonrieron.
            -Te dije que sabía quien eras.
            Se arrimó a besarlo. El profesor se le adelantó: le cogió del cuello con una mano, con otra le bajó la toalla, lo empujó a uno de los cuartuchos y cerró la puerta.
            Más tarde ya le dio un recorrido por el local: las duchas, la sauna finlandesa, la seca, otra parte con más cabinas, la del arnés, el bar, el cuarto donde la gente fumaba, los ordenadores para ver porno… acabaron en el vestuario. Él ya se cambiaba, Lorenzo no.
            -¿No te vistes?
            -Yo me voy a quedar un rato más.
            -Ya.
            Sonrisas.
            -Oye, lo que no me habías dicho es que costaba pasta entrar. Y yo soy un estudiante, se me ha ido la paga, deberías compensármelo.
            Lorenzo abrió su taquilla, su cartera y le entregó 20 euros.
            -Si quieres que volvamos a hacerlo, deberás darme una propina para que pueda entrar si joderme la semana.
            Le pasó otros 20.
            -Ahora no tengo más suelto. La próxima vez te daré más
            -Vale.
            -Una cosa, por favor…
            -Discreción.
            -Sí.
            -No hay problema.
            Se acostó regularmente con Lorenzo durante el mes de junio, para desestresarse de las pruebas de selectividad, de la EVAU; algo de julio, antes de las vacaciones; y en septiembre y octubre antes de comenzar el curso. Tanto porque disfrutaba con él como porque aquel lugar, la sauna, le permitía ciertos juegos, como el ser visto o el ser tocado por varios mientras gozaba. Después, cuando empezó la Universidad, nunca hubo más sexo.
            Dos años después, una vez que fue a saludar a los profesores con otros amigos, lo vio y charlaron como si no se hubieran comido las pollas, con formalidad. Hubo una chispa, un conato que les podría haber llevado a cualquier aula vacía o al Golf regalado por sus padres, pero no prendió. Y ya no supo ni se acordó más de él hasta ese correo enviado por el colegio, por el departamento de antiguos alumnos, aquello en que no sabía porqué seguía ni cómo darse de baja. 
            “Nuestro adiós dolorido y nuestro más sentido pésame para la familia, compañeros y amigos del Padre Lorenzo, querido por todos, que nos ha dejado estos días a causa del Coronavirus. Os rogamos recéis por él. Más adelante, cuando las circunstancias sanitarias lo permitan, os informaremos de la misa funeral que se celebrará por él en la capilla del colegio”

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