ÉL Y EL EXPERTO VIRÓLOGO
-Gracias
de nuevo por el contexto que nos pone a los datos que vamos conociendo. Le veo
la semana que viene con su análisis en esta unidad de vigilancia de la curva
del coronavirus.
-Aquí
estaré.
La presentadora continuó con el
número de sanitarios infectados y muertos. Y él se quedó mirando a la regidora,
oculta detrás de una cámara, revisando un manojo de papeles doblados, con cara
de alerta. El experto esperaba su gesto. El que le indicara que podía
levantarse de la silla y abandonar plató. Sabía que no tardaría. Ya había ido
varias veces y conocía el sistema. Darían paso a una periodista en la calle,
directo lo llamaban, que duraría cerca de un minuto y lo aprovecharían para
sacarlo del plato sin riesgo de cruzarse en ningún plano. Y así ocurrió.
Empezaba a aprender cómo funcionaba
la televisión. Efectos de una pandemia universal: el haberse dedicado a la epidemiología,
a las enfermedades infecciosas, a los virus, le convertía en una estrella
televisiva, le daba proyección. Ahora sus
primos, las vecinas y Pedro Sánchez valoraban sus trabajos y conocimientos. Por ellos, aquel programa de sobremesa había
convertido una intervención excepcional cuando el bicho solo afectaba a los
chinos, en dos semanales cuando el bicho declaró el estado de alarma. Había acudido
tantas veces a ese magazine diario que ya no necesitaba ayuda para salir del
edificio. Aprovechó el recorrido por
aquel laberinto de pasillos vacíos para quitar el modo avión del móvil y
revisar los mensajes adivinando qué dirían solo leyendo quién lo enviaba.
-Mensaje de su madre: “Recórtate la
barba”. Nunca había leído un artículo suyo y ahora tampoco le escuchaba. Solo
le veía.
-Mensaje de su amiga mariliendre: “Me
sigo descojonando cada vez que te veo”. Demasiadas borracheras juntos como para
guardarse el respeto.
Mensaje de los amigos: “Joder con la
presentadora. ¿Está tan rica como parece?”. Ya se avergonzaba de las burradas
de las próximas cañas, cuando volvieran las cañas.
Mensaje de su compañero de
departamento: “Te explicas muy bien”. Nada meritorio. Siempre preguntaban lo
mismo.
Mensaje del de la sociedad
epidemiológica: “Deberías entrar por Skype. Es una imprudencia ir a plató. Debes
dar ejemplo”. Tenía razón. Sin apostillas.
Mensaje del coordinador de invitados
del programa: “Los compañeros del finde me preguntan si puedes ir a su debate”.
No. Su intervención en el de las tardes era una especie de apunte científico
básico comprensible para todos. Solo él y el coronavirus. Lo del sábado noche
sería sentarse con expertos de la nada, títeres de partidos, que le buscarían,
que retorcerían cualquier reflexión para deslegitimar a los tertulianos de
enfrente, a los políticos que representaban enmascaradamente unos y otros.
Y no quería más tele: le mareaban
para convencerle para aparecer, le telefoneaban para sondear sus opiniones, le
fijaban una hora, se la cambiaban varias veces, le citaban con mucha
antelación, le embadurnaban de maquillaje, le tenían esperando sin
remordimiento, buscaban respuestas a preguntas imposibles y todo terminaba en
15 minutos. O menos. Muy parecido al cortejo, al roneo, al sexo. Y para el sexo
lo aguantaba todo, pero no para esto otro. Si iba era casi por salir de casa,
por la gracia, la curiosidad y por algo de vanidad, pero no tenía tanta. Y
además, su mayor decepción, no había repercutido en su Grindr. Había supuesto
que sí, pero no. Su público no debía ver ese programa.
Eso reflexionaba saliendo por la
puerta de la cadena, pendiente ya de su taxi, comprobando que ahí le aguardaba,
cuando le llegó un nuevo mensaje.
-Te he visto en la tele. Muero de
amor
Con ese wasap no contaba: Burgos.
Ese hombre con el que siempre creyó que todo se podría, pero con el que nunca pudo
nada. Con el que pensó en tener todo, y nunca tuvo nada. Le respondió
enseguida. Obvio.
-Supongo que me has visto hacer el
ridículo. Me siento muy idiota.
-Qué va, me ha encantado, no te lo
digo de coña
-Mientras se entendiera y te quedara
claro. A ver, ¿mascarilla sí o mascarilla no?
-Ni idea. No le tengo miedo al
virus. Y lo que decías me daba igual. Si te digo la verdad, me centré en lo
carnal. Mas en tu camisa azul abierta que en las mascarillas.
-No estaba abierta. Exagerado.
-Un botón. Bastante. No lo
suficiente.
-Bobo. ¿Y qué hacía viendo ese canal un hombre
decente y del PP como tú?
-Del PP ya no. Eso es flojo. Eso cuando
estaba Aznar. Ahora de VOX, de don Santiago.
-¿Y entonces?
-Haciendo
zapping. Aburrido ya de todo.
-Ya decía yo
-Pero ahora que sales tú, la tendré que
ver habitualmente.
-Salgo ocasionalmente en la tele. Esto
es temporal. Y se irá con el confinamiento
-Tú espera a que te vea Jorge
Javier. Te llevará a hablar de esto. Y ya te quedarás fijo. De colaborador
-A hablar de Gian Marco y Adara.
-Y
lo harías maravillosamente y saldrías adorable, pero ¿me aceptas un
consejo de orden estético? Ponte un pañuelo chulo en el bolsillo. Azul.
-Eso es antiguo y pijo.
-Ni antiguo ni pijo. Elegante.
-No sabría ponérmelo.
-¿Te sacaste Biología o Farmacia o
lo que sea y no serás capaz de esto?
-Bioquímica. Y no sé ni hacerme el
nudo de la corbata.
-Esto es más fácil. Tomas el
pañuelo, lo doblas y te lo pones al caer sin mucho cuidado o asomando los
cuatro picos. Scalpers tiene, para mi gusto, los más bonitos.
-No tengo y las tiendas están
cerradas.
-Hay venta a domicilio. Te puedo
enviar uno mío. Me haría mucha ilusión verte con uno. Me encantó verte.
¿Qué quería decir? ¿Quería decir
algo? Si no le escribía algo con rapidez, se notaría que ese comentario le
afectó de alguna manera. Pero no quería wasapearle cualquier cosa. Quería
meditarlo. Pero el otro siguió.
-Espero que la pandemia dure para
que te vea a diario. Lo haces muy bien y me pones cachondo. No se puede pedir
más. A punto de masturbarme estuve.
-Qué bruto eres. Ya te enviaré
vídeos para eso.
-Los espero. Aquellos que me
enviaste ya me los tengo muy vistos.
-Jaja. No sabía que recurrieras más
a mí que a Pornhub. Habérmelos pedido. Te los hubiera enviado.
-Te los pido ahora. Y ponte el
pañuelo. Me encantará verlo. Me sentiré responsable.
El experto busco en el archivo del
móvil y le envió un vídeo pajeándose desnudo delante del espejo de un armario
de dormitorio. Al eyacular, el semen golpeaba el cristal. Y otro más simple:
masturbándose tumbado en la cama, derramándose su hombría sobre su vientre
-¿Y esto?
-Agradecimiento por el consejo. Un
detalle para mi audiencia.
-Lo veré, los disfrutaré en un rato.
Ahora no puedo. Mi madre me hace una videollamada sobre esta hora. Un beso
-Un beso
Levantó la vista del móvil. Un
taxista con guantes y mascarilla en la frente fumaba sobre el capó de su coche,
observándole como él hacía unos minutos a la regidora, esperando su señal. Pronunció
su nombre interrogante. El experto asintió. El taxista tiró lo que quedaba de
cigarrillo al suelo, se ajustó la mascarilla, estiró los guantes y subió al
coche al mismo tiempo que el experto.
-¿A dónde le llevo?
Le hubiera gustado que a un El Corte
Inglés o a un Zara o a una sastrería de barrio a por un pañuelo, pero todo
seguía cerrado. O, más loco, al piso de Burgos, pero ni el confinamiento ni la
sensatez ni la estrategia lo aconsejaba o permitía. Se resignó a volver a su
casa. Le dio la dirección y el taxi arrancó.
Cogió el móvil, buscó el chat con el
de invitados. Aceptaba participar en aquella pelea de gallos. De aquí al sábado
ya encontraría un pañuelo. Pero no se le ocurría dónde. El taxista interrumpió
su búsqueda:
-¡Cómo está todo con esto del
coronavirus! A ver si se acaba pronto esto del coronavirus, qué desgracia.
El experto asintió.
-Sí, a ver si se acaba pronto.
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